miércoles, 25 de agosto de 2010

Desprenderse


Bajaste la calle recogiendo el aire hasta que me viste y el semblante se te dulcificó como quien contempla a un niño. ¿Acaso tú no lo fuiste siempre? Para tu madre un ser a quien cobijar y proteger, como un manto sedoso que invita a una caricia eterna.
Cuando me diste alcance, al abrazarte, volví a sentir que me encontraba con alguien bueno, alguien concebido para el abrigo. Te solté y, al mirarte a la cara, te di la noticia esperada: Por fin podíais volver a casa después de más de tres años de realojo. Entonces, los ojos se te inundaron y me diste las gracias por haberos defendido todos estos años. Unos años muy difíciles, dijiste. Yo asentí. Claro que fueron años duros. La vida, te dije ese día, cambia más a menudo de lo que creemos y, a veces, cuando más falta nos hace. Sonreíste y rodeándome con tu poderoso brazo me invitaste a seguir caminando para poder conversar acerca de todos los pormenores de la vuelta. Te pregunté por tu madre y, como siempre que la nombraba, dibujaste un rostro sereno, cargado de amor: Bien, mi madre está bien, trabajando mucho, a todas horas, cuidando niños, limpiando casas de gente bien situada, como tú, José Carlos. Y con esas últimas palabras, dulce ironía, me invitaste a entrar en una cafetería. Fue entonces, con el cambio de luz, cuando te noté cansado. Cansado y enfermo, me respondiste. Ese día me lo contaste, pese a que yo, el abogado perspicaz, creía haberlo descubierto todo de vosotros, conoceros como me conozco a mí mismo.
Siempre me persiguieron tus primeras palabras: ¿Sabes, José Carlos?, me muero lentamente y tengo miedo, mucho miedo. Sobre todo por mi madre. Y por mí, cómo no. Creo que el miedo es, sobre todo, por uno mismo. Llevo tres meses pensando y pensando, dándole vueltas a ese momento en el que se deja de respirar. ¿Lo has pensado alguna vez, José Carlos? A mí me golpea fuerte.
Puede parecer mentira, pero esa noche, al volver a casa, valoré la muerte seriamente. Horrorizado, descubrí que, hasta ese momento, yo siempre me había sentido eterno, como cuando uno es un niño. El miedo me inundó y, sólo entonces, me acerqué tímido a tu pesadumbre, Manuel. Pensé en lo que dejabas y, de ahí, analicé lo que yo tenía y había tenido a lo largo de mi vida. ¿Mujeres que pasaron como pasa un autobús urbano de recorrido circular, todas iguales y previsibles?, ¿dinero, buenas maneras? Nada de eso tenía que ver con vosotros. Quizá por eso acepté vuestro caso.
La primera vez que os conocí, tu madre llegó al despacho sola. Mi secretaria entró y me puso en aviso: Gente de poco dinero, José Carlos. Que pasara, dije plomizo. Ella se negó, prefería esperarte. Cuando entrasteis os escudriñé desganado, pero desde el primer instante en el que comenzó a hablar, tu madre se apoderó de mí: Buenas tardes. Estamos aquí porque mi marido quiere matarnos. Estupefacto, me preguntaba acerca de su procedencia. Su castellano era bueno, pero el acento era extraño. Ella me intuyó y aclaró mis dudas: Nací en Lisboa. De joven vendimié en Francia y conocí al padre de Manuel. Desde entonces, sólo hemos sufrido. Sobre todo yo si hablamos físicamente, pero ambos, dijo señalándote, hemos padecido humillaciones. Mi intención siempre fue la de soportar, pero ahora todo es distinto. Su padre juega a las cartas, cada noche, sin perdonar una siquiera, apostándose todo lo que tiene, y que es bien poco, dicho sea de paso. La verdad es que he tenido que hacer cosas de las que otras mujeres se avergonzarían para salvar algunos bienes. Pero ya le digo, va a entrar en prisión en unos días y tenemos otro problema más grave. Vivimos en una casa muy antigua, hecha añicos. Ya vendrá a verla. El dueño quiere echarnos. Mi marido le ha firmado un documento permitiendo que hagan las obras. Tenemos un contrato indefinido y temo que nos quedemos en la calle. Yo le he dicho a mi marido que ni Manuel ni yo vamos a dejar la casa. Esa es la razón por la que quiere matarnos. Una noche, hace un año, perdió seis mil euros a las cartas. Lo estaban acosando y no tuvo otra idea que hablar con un vecino nuestro, mala gente, ¿sabe usted? Intentaron robar en un supermercado y los cogieron. Antes hicieron ruido. Quizá lo leyera en los periódicos; uno de los rehenes era el hijo de un inspector de policía. No paran de hacernos preguntas, buscando aquí y allá para aumentarle la pena porque supongo que así son las cosas. Pero ese, como le he dicho antes, es su problema. El nuestro tiene que ver con la casa, con Manuel y conmigo.
Me quedé con el caso. Lo suplicaste, pero no hacía falta porque me dejé atrapar, y no tanto por vuestra historia, al fin y al cabo tan parecida a otras, si no por los detalles: La voz de tu madre, su acento, su entereza, su inteligencia. Yo estaba hechizado y sólo con el transcurso de estos meses fui entendiendo lo que me pasaba.
Entonces, Manuel, tenías diecisiete años y tu madre cincuenta. Eras un chico muy alto, delgado, de nariz chata y ojos avispados. Tu madre tenía el pelo corto y sus proporciones eran asimétricas. Unos pies anchos, los brazos caídos y derrotados, el tronco enjuto, unas piernas arqueadas levemente, pero con unos ojos verdes acaramelados cargados de una transparencia abrumadora.
Como cualquier madre, quería que estudiaras por encima de todas las cosas, que nada de lo que ocurría afectara esa intención. Podía verte llorar, ella te consolaría; os costaría llegar a fin de mes, no tendría importancia, ella trabajaría más horas. Sin embargo, tenías tus propios planes. Para contentar a tu madre, terminaste la formación profesional, pero desde el primer momento lo compaginaste trabajando una zapatería deportiva porque tú querías soportar la carga de los gastos que el juicio provocaba. Ella siempre albergó dudas sobre la victoria. Todo lo contrario que tú.
Denunciamos al propietario por coacciones a los inquilinos. Éste perdió los nervios desde el principio. Era un hombre impulsivo y caía ante cada una de mis provocaciones. Tan torpe como avaro, no entendía que la lógica cotidiana poco tiene que ver con la lógica del Derecho. Nunca aceptó que gente pobre tuviera un abogado, y menos que el abogado no fuese de oficio y mostrara interés por un caso como ese. El juez, al final del proceso, sentenció la permanencia de los inquilinos después de las obras del edificio manteniendo las condiciones contractuales, obligando al propietario a correr con los costes de realojo.
Durante estos años, Manuel, acudías a última hora de la tarde a mi despacho. Las primeras veces le solicitabas a mi secretaria verme. Con el paso de los días, si no estaba reunido con algún cliente, llegabas y te sentabas en mi despacho. Yo me había acostumbrado a tu compañía. Actuabas como un estratega que calibra el tiempo, como un diplomático en una tensa reunión. Primero, la cortesía a través de una pregunta cotidiana, familiar. Luego, entrabas de lleno en lo profundo, y me recordabas a un alumno ávido ante un profesor sabio, pero yo no tenía nada que decir y me retrepaba en mi asiento: ¿Eres feliz, José Carlos? Yo no lo sé, de verdad que no tengo ni idea. Mi madre dice que la felicidad la visita cuando me toca el pelo, o cuando me ve cenar. ¿Tú crees que tiene razón? Si uno tiene un padre como el mío, un hombre que nunca te ha mirado a los ojos cuando habla, ¿puede uno ser feliz, José Carlos?
No dabas tregua y por eso creo que me enganchaste. Por eso y porque, curiosamente, nunca había hablado de estas cosas con nadie. En el fondo yo era un solitario, un abogado de éxito que ante ti y fuera de las salas de los juzgados podía contemplarme perdido. Sin tu madre y, sobre todo, sin ti, sin esa frescura y esa franqueza, no me habría enfrentado jamás a mí mismo, no habría indagado en lo más puro. Recuerdo la tarde en que llegaste y me comunicaste la muerte de tu padre: Ha muerto como ha vivido, me dijiste. Le dio un infarto en mitad de un partido de fútbol que jugaba contra los funcionarios de la prisión. Antes de morir llamó al guardameta de su equipo y compañero de celda. Cuando se acercó, le dijo: La deuda te la pagaré en el infierno. En cambio, tú creías que tu madre hubiese aguardado a que estuvieras delante antes de morirse, y sus últimas palabras serían un nuevo horizonte para que te pudieses enfrentar a la vida: No te olvides nunca de pedir lo que necesitas. Yo sé que no existe Dios, dijiste, pero, ¿acaso mi madre no se comporta como tal?
Después de ti, el silencio: Mi entrañable amigo, bajaste la calle recogiendo el aire, como aquella tarde de sábado en la que te comuniqué que la sentencia había sido favorable, aquel día en el que la alegría se quedó sentada a nuestro lado en una silla vacía. Tal vez nos volvamos a ver.

lunes, 5 de julio de 2010

Cuaderno de trabajo


Armando nació hace 45 años en un barrio de la ciudad antigua. Era hijo único. Igual que su padre. Éste había heredado el puesto de su propio padre como portero. Un edificio en el que todos los residentes tenían criada: Muchachas para la época, apenas adolescentes en realidad, -así me lo parece cuando me enseñan las fotografías que conservan-, lucían vestidos que confeccionaban las señoras de la casa; algunas, las más pudientes, las trajeaban con uniforme. Y para qué buscar más lejos: El padre de Armando rondó a una de las criadas, la del segundo. Dos años de noviazgo y la criada dejó a su señora y buscó acomodo en el bajo del piso donde se encontraba la portería: Una sala rectangular de treinta metros cuadrados, con un váter y un lavabo de pie, con una hornilla de carbón en una de las esquinas, una cómoda y un armario que compraron de segunda mano, y un colchón de lana tirado en el suelo. Les pregunto por su pasado; el padre me cuenta que fueron felices, pero cuando le insisto y le pido que lo piense detenidamente, siento que todo se dibuja de una falsa nostalgia para no pensar en su presente. Esta impresión la anoto en el cuaderno de trabajo.

La actual vida familiar no va bien económicamente. El padre de Armando nunca estuvo contratado y tiene una pensión no contributiva, la misma que tiene su mujer. Algunas temporadas trabajó como empleada de hogar, pero nunca permaneció mucho tiempo en la misma casa, salvo los tres años que trabajó en el piso del segundo donde estaba la portería. Comenta el padre que la señora hizo una obra de caridad. Después de tantas molestias, tantos favores pedidos, tantos intentos por parte del marido, la mujer, finalmente, se quedó en casa y hoy apenas sale a la calle. Algunas noches baja la basura, pero el marido tiene que salir a buscarla porque se olvida de subir. Varias noches se ha dormido en la butaca y, al despertar de madrugada, ha bajado a por ella aunque siempre se sienta en uno de los bancos de una plaza próxima. Esta información también la anoto en mi cuaderno de trabajo.

Este, escribo, podría ser el resumen de sus vidas laborales y de su vida cotidiana.

En cuanto a la historia familiar, al jubilarse, los tres se trasladaron a un piso de alquiler en un barrio de la ciudad, y allí viven todavía. Armando, acudió poco a la escuela. No le gustó nunca. Su padre me cuenta que prefería acudir al río a tirar piedras, pelearse con los niños que no eran de su pandilla, soportar el tirón de las patillas del cura antes que acercarse a la lectura de un libro escolar. Armando era un sin remedio. Ese fue el juicio del cura. Ni para un oficio vale este niño. Tal cual lo escucha usted, recuerda el padre que fueron las palabras que le dijeron.

Cuando cumplió 10 años, Armando, mutó su carácter. Lo anoto en mi cuaderno de trabajo. Hasta entonces abierto a la relación con los demás, de la noche al día, según explica su padre, Armando dejó de frecuentar a sus amigos. Volvía a casa y su padre le preguntaba qué había hecho: No sé, padre, por ahí, dando vueltas. ¿Con los amigos? No, padre, he dado vueltas solo. ¿Te pasa algo? Sí, pero no sé explicarme; no me gusta madre, ni como cocina, ni como huele; tampoco me gusta usted, padre; no sé, quisiera tener otra casa, otra madre, otro padre. El padre de Armando optó por no preguntar más y, desde entonces, sus conversaciones nunca han sido directas. Ahora que los acompaño de forma cotidiana mientras valoro el caso, ambos conversan como si el otro no estuviera; de hecho, Armando, camina delante del padre, y el padre sigue al hijo, pero sin seguirlo, como si pasearan solos: Habría que echarle de comer a los gatos, dice el padre. El hijo camina, ajeno, hasta que coge la bolsa de plástico con los restos de comida y se acerca a la ventana del piso bajo, hoy desocupado, y unos gatos salen a recibirlo a la busca de su ración diaria. No me gusta andar tan despacio, dice en otro momento el hijo mientras vaga por la acera como si su queja fuese un reproche contra sí mismo, una orden impuesta contra su voluntad. El padre, entonces, acelera su andar cansado; se percibe por el sonido de las suelas de sus zapatillas de paño al restregarlas por el suelo. El hijo no sonríe por su victoria, no se vuelve a su padre y, ni siquiera cambia el ritmo en su andar; el padre, después de varios pasos desacelera por el cansancio, vuelve las manos a la espalda y continua su caminar sin rumbo aparente a la espera de que su hijo lo guíe o, si se le antoja, sugiera en voz alta que lo que quisiera es ir a casa a sentarse. Armando, tal vez cambie el itinerario y se dirija a casa, tal vez camine sin darse por enterado hasta que exprese que está cansado y quiere volver a casa.

Hemos pasado mucho, sabe usted; hemos pasado mucho con el niño, me cuenta la madre mientras padre e hijo miran el televisor apagado. En el comedor hay un mesa, dos butacas y un par de sillas. La televisión está sobre un cajón de madera y algunos cuadros pequeños de desconocidos paisajes, -quizá antaño alegres, pero al contemplarlos hoy se me antojan desolados-, cuelgan de las paredes laterales de la sala. En la pared opuesta al televisor, un mueble con estanterías vacías. Cuénteme usted, le pido a la madre. Esta noche voy a coser un poco porque me han dado unas gafas para ver de cerca. Ya, respondo; me doy un breve tiempo antes de insistir: Por qué han pasado tanto con su hijo. Venga usted, voy a enseñarle el traje que le he hecho a una de mis muñecas. El padre se levanta de una de las butacas y nos sigue al dormitorio donde el matrimonio duerme y donde, junto a ellos, habitan tres muñecas de casi un metro de altura, sonrientes, de ojos azules y pelo dorado. La madre de Armando coge una de sus muñecas en brazos y la besa como quien besa a un hijo. Cuando vino del cuartel, Armando, comenzó a engordar. Un día trajo una radio grandísima y escuchaba la música a todo volumen. Nunca le dijimos nada. Los vecinos sí. La policía vino en alguna ocasión y, después de apagarle la radio, Armando, se sentaba en su cama y miraba por la ventana. Nunca había fumado, pero comenzó a fumar..., usted ya me entiende, porros. Lo supe porque uno de los señoritos del edificio donde trabajé de portero, fumaba a diario en su casa y los demás vecinos lo criticaban. Pero el señorito era médico, tenía mundo y decía que aquello le calmaba el sufrimiento. Armando, un buen día, dejó de fumar y también de comer. Por eso está tan delgado ahora cuando hace unos años no cogía por esa puerta. De aquellos años lo único que conserva es el pelo largo. Yo no me meto. Si lo quiere llevar largo y recogido con una cola, pues no hace daño a nadie. Cuando hagas la comunión se acabarán los problemas, le dice la madre a una de sus muñecas, y su marido deja de contarme cosas de Armando. Lo anoto en mi cuaderno de trabajo.

El pasado martes terminé mi informe para el médico de familia. Durante un mes visité a Armando y su familia. El mayor problema era la organización doméstica, escribí en el diagnóstico. Una organización que recae en la madre, si bien su coeficiente intelectual aparente le impide llevarla a cabo. Los ingresos apenas cubren los gastos familiares. Se deriva el caso a los servicios sociales comunitarios para su valoración y atención.

Ayer me llamó la policía y tuve que acudir a comisaría para declarar. Armando había matado a sus padres. Mientras dormían les ató las manos al baral de la cama. Primero mató a su madre y luego a su padre. La causa de la muerte: asfixia. Utilizó sus propias manos. También le arrancó la cabeza a las tres muñecas. Las cabezas las colocó sobre la almohada, al lado de su madre, y los restos de los cuerpos los dejó de pie, frente a los cadáveres. No había signos de más violencia, me informó el policía. Armando, le dijo a la vecina lo que había hecho y pidió por favor que avisara a la policía. Nadie había escuchado nada. Sólo a Armando cuando pidió que avisaran a la policía. Nunca les había hablado antes desde que llegaron al piso. Después de unas preguntas de rutina, -cuyas respuestas podían encontrarse en mi informe profesional-, tan burocráticamente familiares, y cuyo estilo mantuve en las respuestas que ofrecí, salí a la calle y volví a mi casa.

Yo también me siento solo. No sé si culpable. No llego a identificar la culpabilidad de forma nítida. Yo, que siempre quise ser escritor, dejo aquí constancia en mi cuaderno de lo acontecido. Quizá algún día este material me sea útil.

lunes, 21 de junio de 2010

Junio


Esta misma tarde he acabado el libro de Trapiello, Las armas y las letras. Lo he leído con fruición y, sobre todo, con dolor. Trapiello, escribe con la seguridad del erudito, y eso me convierte en un lector que crece en dudas; tal vez, no sea más que una defensa psicológica ante mi falta de erudición.

Recoge el autor la crueldad del hombre en momentos de guerra, los caminos que cada cual camina para sobrevivir; o para mejor vivir, como Alberti y su mujer con la barriga llena descubiertos por Miguel Hernández cuando todavía le quedaba por pasar un mayor calvario del vivido hasta ese momento. Tropelías (RAE, desuso: Arte mágica que muda las apariencias de las cosas) de tanto intelectual que, en función de los acontecimientos, quiso borrar, a veces declara que fue un simple olvido, un hecho de aquel presente que podía llevarlo al ostracismo en un futuro no tan lejano. Sea como fuere, agradezco que un buen amigo me recomendara su libro. Gracias, desconocido Miguel O.


Ayer esperaba el autobús en Gran Vía poco antes del mediodía. Apareció, entonces, un profesor de Antropología de nuestra cada vez menos presente universidad granadina, cuyas lecciones tuve el placer de recibir. Para muchos arrogante, esas muestras de vanidad yo siempre las perdoné al leer sus libros y sus artículos porque en ellos percibí de forma nítida la humildad del pensador que es, las interrogantes insatisfechas, las torpezas del investigador. Nos saludamos. Volvía de dar un paseo dominical por algunos parajes de Granada. Como escribe en el prólogo a la obra de David Hart, él había sido, un investigador at home. Desde luego, no se lo reprocharé nunca porque gracias a esta circunstancia pude comprender mejor mi ciudad y, por ende, a mí mismo. Me preguntó si seguía en el PSOE local, con el cual se enfadó tiempo ha, y dudó del nuevo proyecto si no se contaba con los intelectuales. Nos despedimos, mientras yo esperaba el autobús, y pensé en los intelectuales y el papel que tuvieron durante la Guerra Civil española. Por eso hay que leer a Trapiello.


En el prólogo de su libro, Los confines, puede leerse:"Nuestro mundo es un mundo desencantado, como decía Max Weber. No creemos en la providencia ni en la intencionalidad de la naturaleza, y por eso la novela no debería ser desalojada de nuestras vidas. Pues si la vida humana es lo que no tiene sentido, la novela es la instancia en la que acaso trata de restablecerlo...”. Efectivamente, tal vez necesitemos que un intelectual escriba la novela que mejor represente mi ciudad como única forma de darle un nuevo sentido a nuestras vidas llenas de conflicto, de inanición; sobre todo las de las élites, -tal y como escribió mi profesor-. Pero entre tanto puntapié honorable, siempre en mi ciudad ha habitado un anónimo que nos ha hecho mejores. El propio Trapiello, sin ruido, sin ostentaciones, coordina en la Editorial granadina Comarex, la colección La Veleta, con el objetivo de difundir la poesía.

Antes de terminar, una frase más quiero destacar del libro de Trapiello, Las armas y las letras, en alusión a la figura de Azaña: “La literatura es lo contrario de la política, y Azaña parece saberlo. La política persigue el éxito. La literatura nace siempre de un fracaso, o tiende a él”.

Yo siempre quise ser escritor. Desde hace un tiempo me incliné hacia la política. Estoy perdido si la inclinación perdura.

viernes, 28 de mayo de 2010

No era necesario saber

El 21 de abril de 1.984, María, aterrizó en Madrid proveniente de Estados Unidos. Su melena rubia, rizada, y su aire exótico, nos hizo identificarla de inmediato en el aeropuerto. Los años han pasado y ya nada es lo que fue, pero al cabo de tanto tiempo seguimos sin saber quién fue. Quizá sea innecesario, quizá bastó con lo que vivimos durante una década a su lado. Pero para ser sincero, saber de ella fue algo que llegó a obsesionarnos, porque nunca habíamos conocido una mujer como ella. Era diferente, no sabría decirlo de otra forma, como una aparecida entre nosotros, un ser no sé si enigmático, no sé si extraordinario.

Durante estos años, nos ofreció solamente pinceladas de su biografía, -¿acaso existe otra forma de conocimiento personal?-: Estaba separada y había recorrido el país durante los años setenta, tras abandonar sus estudios de Derecho. Una vez, borracha, -cosa habitual en cualquier acto festivo de nuestra firma-, sin apenas poder sostenerse de pie, nos contó que se había marchado con un tipo y, en lugar de a California, como todos en aquel tiempo, recaló en el campo y se dedicó a cultivar maíz en una granja. En otra de sus sonadas borracheras contó que había tenido un hijo. Pero nunca supimos de él, nunca vimos su retrato, nunca una llamada. Así que nuestro entretenimiento favorito consistía en conjeturar: Lo abandonó, lo crió libre y lo mató el sarampión, el tétanos, cualquier enfermedad que tuviese remedio con una vacuna, o tal vez el hijo, insatisfecho, se quedó a vivir con su padre.

Su silencio no era terco. Creíamos que se trataba de un dolor que podíamos ver en su rostro, en la profundidad de sus ojos azules. Las mañanas en las que el día anterior habíamos cosechado un rotundo éxito con nuestra galería de arte, llegaba a la oficina pulcra y elegante, como si no hubiese bebido la noche anterior. Se sentaba junto a la máquina del café, encendía un cigarrillo y se quedaba pensativa; los codos los apoyaba en los muslos y se echaba el pelo rubio hacia delante, como si quisiera esconderse. Algunas veces guardaba silencio, otras murmuraba palabras en inglés y, al final, no paraba de decir tacos en español. Gritaba como si nadie estuviese allí, como si la oficina fuese su lugar íntimo. En ocasiones, hilábamos palabras, frases cortas y doloridas. Y nosotros, mientras, especulábamos y cada cual aportaba una escena que ofrecía una nueva dirección: María fue una persona libre; una hippy; una revolucionaria; una rebelde; una madre coraje; una niña mimada por el dinero de su padre; una egoísta, un ser fascinante; quizá más fascinante en el momento en el que la conocimos, más arrebatadora por su madurez, su inteligencia, su rectitud en el trabajo, cualquiera sabe.

Sucediese lo que sucediese en aquella granja, el caso es que volvió a Nueva York. Reanudó sus estudios en la universidad, finalizó Derecho y convirtió la firma de su padre en una empresa líder en el sector cultural: colecciones de arte, montajes teatrales, publicidad y edición de revistas de carácter literario.

María, contaba que todo lo había aprendido de su padre, pero las referencias siempre fueron profesionales. En cualquier caso, nunca apareció por Madrid ni nos consta que ella lo visitara. Parecía estar agradecida por sus enseñanzas, pero al tiempo afloraba una pesada carga de la que no había podido desembarazarse. Delante de El Greco, María, mencionaba la fuerza sobrecogedora de sus cuadros, la misma que le enseñó su padre a aprehender, y entonces hablaba de cada autor como si lo conociera, como si pudiera entablar una conversación con él. Yo siempre he querido pensar que, en realidad, utilizaba las palabras de su padre para no romper unos lazos que quizá existieran en la infancia. Ella ensalzaba el apego a una disciplina férrea, al conocimiento por el conocimiento. Un día me habló de la educación que Chaplin le había dado a sus hijos en férreos colegios ingleses pese a su actitud abierta. ¿No podía ser que, María, utilizara a Chaplin o a cualquier otro pintor para hablarnos de ella misma? Nosotros queríamos exponer nuestro punto de vista, discordante en muchas ocasiones, pero ella se perdía ante un cuadro y aquella imagen nos ensimismaba y, así, olvidábamos los contrastes.

El caso es que llegó a España con un bagaje profesional envidiable. Nos confesó que eligió nuestro país porque todo estaba por hacer, por el sol y porque éramos Tánatos, mientras que en su país todo era mediocre y podridamente rico. Se alejaba, así, del cosmopolitismo neoyorkino, pero al tiempo Madrid se hallaba muy cerca de los centros de arte más importantes de Europa. Porque nuestra filial se centró en la pintura exclusivamente: Éramos intermediarios en la compra y venta, exposiciones, muestras, investigación y publicación de revistas.

Pero en el fondo, nosotros pensábamos que María había buscado una ruptura. No se abandonaba la cuna del arte a cambio de sol. El arte era su vida. Cierto es que nos hizo ricos a todos. Pero en Nueva York el dinero se habría multiplicado. Sea como fuere, para nosotros fue un lujo que nos eligiera para trabajar en su empresa, y visitar así países, conocer a los artistas más importantes, gozar del glamour de las fiestas ante la apertura de una exposición. Realmente, éramos felices. Para nosotros aquello era tan rompedor, tan moderno pero, del mismo modo, tan fuerte con respecto al peso cultural que arrastrábamos, que nos hacía dudar, nos ponía en una tesitura comprometida y nos hacía parecer torpes, infantes asustados.

María, había creado un imperio y nosotros éramos sus lacayos, sus seguidores. Ella ponía la fuerza y la inteligencia y nosotros la lealtad. Y esa mezcla resultó explosiva y acrecentó su poder y nuestro deseo.

A veces se tomaba vacaciones y nunca sabíamos a dónde se marchaba. Y con la misma naturalidad hace unos meses, María, nos sorprendió otra vez: Lo dejaba todo. No queríamos creerlo porque nos hacía sentir huérfanos y ella era la esencia del negocio y, lo que ahora sabemos, de nuestras vidas. La decisión era firme y nos transmitiría su legado en España, su imperio, su arte.

Antes de marcharse me invitó a cenar y me anunció que yo debía jugar su papel en la empresa. Mientras hablaba, podía percibir que todo ese tema le importaba poco, había otras palabras escondidas que no se atrevía a expresar. Habló, pues, del negocio, del administrador, de los abogados, de las órdenes que habían recibido. Aproveché una pausa; no podía permitir que la noche transcurriera sin más, sin intentar arrancarle la verdad. Le pedí que, por una vez, se dejara de ironías, de miradas perdidas, de dictados profesionales. Le pedí, en fin, que dialogáramos, sin más, que por primera vez en todos aquellos años me mirara a la cara para decirme algo importante sobre ella. María, esbozó esa sonrisa que tan bien conocíamos y me dijo que lo único que podía retenerla era que dejara a mi mujer para casarme con ella. Entonces reímos, con total libertad, como nunca me había pasado con ella. Sin sarcasmos, le reproché; me merecía una explicación seria después de tantos años. María, sacó del bolso una lista de jóvenes artistas que yo no debía olvidar; con ellos seguiríamos triunfando. Según ella, el futuro les pertenecía y debíamos seguirles la pista, sin dudarlo. Al final, insistió en que la llevara a casa. Llegamos al portal de su casa y, sin mediar más palabras, me dio un beso tierno en los labios. Todo era muy simple: Necesitaba descansar, nada más, volver a donde había empezado. Luego me dio las gracias y antes de entrar al portal me lanzó un beso que dibujó un maravilloso círculo en su boca, la misma que tantas veces había quedado grabada con carmín en una copa de vino cualquiera.

viernes, 5 de marzo de 2010

El ayer es el mañana

Puede que ayer estuviese en la cama. No me acuerdo. La verdad es que no me acuerdo de nada, doctor. Por eso he decidido escribirle esta carta. Usted sabe que soy mayor, que los pies responden lentamente, exactamente igual que mi cabeza o que los dedos que sostienen esta pluma que se desliza lentamente por el papel. Usted dice que es normal que no recuerde lo que hice ayer y, en cambio, sí que puedo tener recuerdos de cuando era pequeño. El caso es que hasta cuando duermo, si es que duermo, yo soy este viejo que ahora le escribe. En la vida uno es muchas cosas, usted sabe. Cada día puedo verlo desde mi ventana: Uno es un bebé al que amamantan, luego un niño que arma jaleo en la casa, en el colegio, en la calle. Después; en fin, usted sabe, lo normal, la vida. En cambio, yo siempre he tenido la misma edad. Siempre fui una persona mayor. No recuerdo ni lo que hice ayer ni mi infancia si es que la tuve. No tengo una imagen siquiera fugaz de mis padres, de mis hermanos, de mi mujer, ¿de mis hijos? Ya sé que usted no da crédito a lo que le cuento. Lo sé, pero no por ello deja de ser veraz lo que le escribo.

A veces, en mitad de la noche, cuando el ruido de los coches se calma y la carretera parece una senda dibujada por un infante burlón, creo que existen olores, sabores, voces familiares que quiero identificar con el pasado. Luego, nada. Y cuando digo nada, quiero decir, nada. Nada salvo esta carta, salvo este pensamiento que plasmo. Por eso, quizá, he decidido escribirle. Es, como si dijésemos, una prueba para comprender qué es el pasado. Vivo doctor, un presente continuado: Esta carta, estas letras. Sé que estoy vivo, así que estoy seguro que luego tendré que comer, tendré que sentarme delante del televisor para ver las horas pasar. Sé que ayer me afeité porque hoy no tengo barba. Sin embargo, busco; busco dentro de mí para intentar hallar el momento en el que me puse delante del espejo, en el que me embadurné la cara con la brocha cremada, en el que dejé deslizar la cuchilla por la mejilla, por el cuello. Pero nada. Nada, doctor.

Usted dice que yo soy un impostor, que le miento. Me ha hecho mil pruebas, como usted me recuerda en el último informe que tengo aquí delante y que me remitió el pasado día 27 de noviembre. Y nada. Cierto doctor: nada.

Pero usted sabe que no le escribiría para relatarle lo que parece que usted ya sabe: No tengo pasado porque no lo recuerdo, porque no tengo ni el menor de los recuerdos. Le escribo porque esta mañana, ahora, justo antes de ponerme a escribirle, he recordado que me levanté de la cama. Miré por la ventana y saboreé el olor húmedo del día, el frescor del asfalto mojado, el repiqueteo de las gotas de lluvia sobre la baranda de mi balcón. Y lo que es más espeluznante, -en un sentido positivo, quiero decir-, sé que soñé quién fui en el pasado. No todo el tiempo, quiero decir, no me contemplé en evolución, sino que soñé quién fui yo cuando tenía 18 años y, esa sensación, ha sido tan potente que, en mi alma, sentí que esa imagen marcó el resto de mi vida y truncó mi pasado, mi futuro, este presente eterno. Recuerdo que en el sueño le contaba a alguien desconocido que tenía 18 años y que había nacido en Grecia. Quiero creer en ese sueño, doctor. Por eso le escribo. Necesito saber qué opinión le merece mi sueño. Usted, en su informe me cuenta todo lo que ha podido averiguar sobre mí, sobre mi identidad, según me ha escrito en diferentes informes que ahora mismo están esparcidos por la mesa en la que compongo esta carta. Papeles, partida de nacimiento, pasaporte. Usted me escribe que nací en Polonia en el año 1920. Sin embargo, esta mañana he sentido con tal intensidad que era un joven griego que le hablaba a un desconocido sobre mí. Hablaba en griego, mi pelo era griego, mi olor era griego, el paisaje era griego. No sé, doctor, estoy hecho un lío. La muerte está próxima. A ella sí que puedo olerla con total certeza, como ese olor griego que me ha inundado de pasado. Pasado fugaz, pero pasado a fin de cuentas. Sé que el mañana es para los jóvenes que pasean por la acera que contemplo desde mi ventana, como una pareja que, arrobada, camina de la mano cargada de mañana. Y yo, que no tengo más que este presente, necesito dejarle testimonio del recuerdo puntual que he tenido. Porque no era sólo un sueño. Me niego a pensar que ha sido una fantasía. Bien sabe usted que yo no fantaseo con mi identidad. Puede que piense que deliro. Puede ser. Pero ahora, mientras escribo, algunas palabras tienen un sabor pasado. Nunca antes me había sucedido. Al menos no lo recuerdo. Pero este sabor, en cambio, es vívido, limpio, como si se quedara flotando en mi cabeza y se alojara para siempre. Para siempre, doctor. Todo lo eterno está hecho a base de pasado, y es tan grato el sabor de ciertas palabras. Perdone que divague, mi divagación constante siempre fue tan improductiva. Sólo existe la interrogación de quién soy, con eso me basta, con tres hilos sueltos, tres vivencias que pongan rostro al nombre de los padres que usted me ha mostrado a través de mi registro de nacimiento. Algo más que mi nombre legal, la fecha de nacimiento o los títulos académicos que me otorgaron. En el sueño, doctor, yo era un soldado, un soldado griego apostado en unas rocas rodeado de gente asustada. Un soldado que tenía miedo a la vida y a la muerte. Miedo, doctor, miedo porque se me truncaba el futuro; miedo porque la muerte suponía abandonar aquel escenario bélico terrible, porque la muerte era la paz que me haría escapar de aquel sufrimiento, de ese momento en el que matas o te matan. Aparecía también... Disculpe, el teléfono suena. Vuelvo en seguida.

Releo esta carta, las últimas líneas y le he dicho que fui un soldado en un sueño. Pero el sueño se ha esfumado por la ventana, se ha unido al pasado incierto, a la falta de sintonía de esta memoria mía tan ingrata. Todo es un círculo que no encuentra dirección contraria, sin atisbo de una fractura que me lleve a saber quién he sido.

Un soldado de la Gran Guerra, un soldado que nació en Grecia por más que usted diga que nací en Barcelona. Un soldado sin pasado que mató a otros hombres con sus manos. Un soldado que, al contemplar ahora un mapamundi siempre centra su atención en Grecia. Yo, un soldado que nació en Grecia, no en Polonia. Un soldado que debió dejar su pasado en una roca, apostado con su fusil en mano a la espera de que la muerte lo encontrara. Al final, tuvo mala suerte y vivió tantos años como ahora tengo. Tantos años en los que la nada es la única esencia que me acompañará bajo tierra. Solo, sin nadie para recomponer mi destino. Porque doctor, el destino existe si se tiene pasado. Basta con mirar atrás para comprender que se ha vivido una vida marcada por el destino prefijado. Quizá mi destino fuese morir solo, sin nadie. Si ese ha sido mi destino, hubiese sido mejor morir apostado tras una roca en un campo ruinoso de piedras que estallaban por los aires. Buenas tardes, doctor. Como pone en la citación que ahora leo, espero su visita en mi domicilio el próximo día 1 de marzo.

martes, 12 de enero de 2010

La puerta azul

Azul. Así era la puerta. Azul como las barras del puente de París en el que se detenía cada día a la vuelta del colegio. Eso nos parecía, que se encontraba en una nave espacial, en un barco que surcaba el asfalto azul como las barras del puente que atravesaba en busca de aquellas manos inexpertas que acariciaban su pecho azul recién parido y que una noche vimos entre las hojas del libro de cocina de la abuela. Azul como las barras del puente por el que paseaba después del dolor por la pérdida de su padre.

Lucrecia vivió en tres ciudades diferentes hasta que se instaló con nosotros cuando tenía ocho años. Al principio ni nos enterábamos ni nos interesaban las conversaciones de los mayores, pero después sí, cuando la tía Elena, relataba cada noche, protegida por dos grandes cirios que parecían enmarcarla y su silueta ondeaba en el comedor en función de la corriente que generaba el movimiento de sus brazos, la historia de su matrimonio con el tío Antonio. Mientras tanto, Lucrecia, parecía ausentarse del mundo, sentada en una silla frente a la puerta azul, siempre esperando a su padre. Era como si entrara en trance justo en el momento en el que, por alguna razón que desconocíamos, la tía Elena, comenzaba a contar su vida matrimonial, cinco minutos antes de las diez, momento en el que los puños golpeaban la puerta azul y las vecinas se sentaban junto a mamá, la abuela y la propia tía Elena. Entonces nos mandaban a la cama, pero nosotros nos quedábamos pegados a la puerta del dormitorio para escuchar una narración que nos envolvía porque, en realidad, la tía Elena, contaba un cuento, siempre el mismo, siempre enigmático, como la noche en la que vio menguar a su marido frente al último cuadro que realizó antes de terminar postrado en una cama retorciéndose por la cirrosis. Ese día supo que los cuadros de su marido habían superado los límites de su arte. Por eso, cuando el tío murió, la tía Elena, decidió volver con Lucrecia, harta de buscar junto al tío esencias, a casa de la abuela, con nosotros y nuestra madre, en aquel tiempo en el que todos los hombres habían muerto en una estúpida guerra. Sin embargo, la tía Elena, hablaba de él cada noche y para nosotros era como el padre que nunca habíamos conocido. La abuela lo había criado después de que a sus padres se los llevaran de paseo los nacionales. La abuela lo crió como un hijo; la tía Elena, decía que la abuela fue quien le traspasó el poder que ella tenía en sus manos para curar, y esa era la razón por la que el tío Antonio se convirtió en un gran pintor en el exilio.

En cambio, Lucrecia, parecía no interesarse por la historia que la tía Elena, reinventaba cada noche hasta bien entrada la madrugada. Lucrecia, únicamente se sentaba frente a la puerta azul de la casa, obsesionada. Y una noche, mientras espiábamos desde nuestra habitación, todas las vecinas ya alrededor del fuego, unos nudillos golpearon a la puerta. Lucrecia, salió corriendo para abrir, pero antes giró su cabeza buscando a la tía Elena, para decirle que había llegado la hora, que todo iba a suceder tal y como nuestra prima había pronosticado. Abrió la puerta y, por un instante, hubiésemos querido estar muertos ya que el tío Antonio, vestido completamente de azul, le abría los brazos a su hija para recibirla. El tío saludó y ambos atravesaron el quicio de la puerta azul. Por qué nos habían mentido, preguntamos indignados. Nadie contestó. Buscamos entonces a Lucrecia desde la ventana del dormitorio, pero los trazos celestes del cielo no lograron apaciguar nuestras almas doloridas ante su ausencia.

El resto del día transcurrió con un aire tan circunspecto como nuestro asombro, en silencio.

Cuando terminamos de cenar centramos la atención en la puerta azul. Una puerta como otra cualquiera, una puerta para protegernos, una puerta para los nudillos ajenos de las vecinas. La puerta por la que apareció el tío Antonio, llevándose a Lucrecia. No obstante, por qué una puerta azul en estas tierras del interior, secas y de frío afilado. La tierra ocre, las fachadas encaladas, pero nuestra casa... Sin duda aquella puerta azul nos comenzó a dejar embobados al contemplarla, sus vetas, el azul siguiéndolas sinuosamente. Entonces, como cada noche, las vecinas llegaron. Mamá nos mandó a la cama, y resistimos hasta que la tía Elena lo ordenó, podríamos jurarlo, con los labios sellados. Asustados, salimos disparados hacia la cama y cerramos la puerta del dormitorio. Algo extraño pasaba, aquella noche la tranquilidad de las conversaciones nocturnas se había esfumado y un parapeto espeso se instaló entre aquellas mujeres y nosotros tras la marcha de Lucrecia, tras la mentira de la muerte de un hombre que fue nuestro padre.

Sin embargo, vencimos al sueño y nos turnamos para averiguar lo que estaba ocurriendo.

La tía Elena, quiso hablar, pero la abuela la calló. Las cosas, dijo, no tienen siempre una explicación, en realidad, no sé a qué viene tanto extrañamiento, nunca nos fuimos aunque nunca volveremos; la inspiración no existe, -continuó la abuela-, pero debe buscarse, a fuerza de trabajo, hasta que, sin darte cuenta, aparece; entonces, todo cambia, el arrebato se parece a la tormenta cargada de granizo, y la calma, en sus postrimerías, es la razón sublime de nuestra existencia.

El hogar estaba iluminado por la fuerza sinuosa de las llamas. La tía Elena, encendió una vela y, con los ojos cerrados, intentó hallar asidero, pero se tambaleó y la abuela tuvo que ayudarla a sentarse. Luego, le contestó: Busco la generación, madre, e imploro existir, tengo derecho. Vana petición, respondió la abuela; esto es un juego al arbitrio de otro.

¿Acaso quieres hacernos creer que Lucrecia no partió anoche con Antonio?, inquirió la tía Elena, ¿y tú, mi hermana, los niños, acaso no están ellos en la habitación durmiendo? Bien sabes la respuesta, contestó parcamente la abuela. Después siguió protestando y nosotros comenzamos a sentir el frío de la fiebre. Toda una vida, la vuestra, dijo al fin la abuela, vista por los ojos de Lucrecia; es su voluntad, forjada por vosotros, qué duda cabe, pero su voluntad a fin de cuentas, y sólo somos huella; en cuanto a la tía, tú siempre deseaste una hermana y ella primos con quiénes jugar, pero tu abuelo murió demasiado pronto, así que de sobra sabes que nunca existieron; fue, Antonio, pese a su temprana muerte, ahíto de pinceladas cruentas e imposibles, el que la impulsó a tomar el pincel, antes de que todo acabara, y ella fue su motor, su más fiel seguidora, vosotros, tú, Elena, la locura de sus cuadros intimistas, lóbregos, tristes en un quejido tan potente como un alud, una madre en explosión de colores de vanguardia que anuncian la vida gracias a la pérdida de sus padres; Lucrecia está ahí fuera, sigue forjando vuestra existencia, a veces de forma críptica, otras a trazos rabiosos de un azul violento.

Entonces protestamos, pero la abuela pareció envolvernos y nos llevó ante una de las ventanas de la casa y, a través de ella, vimos nuestros rostros desfigurados; no eran más que manchas de color que, vistas a cierta distancia, nos otorgaban una identidad nítida; luego, nos sentamos en el suelo de la calle dándole la espalda a la puerta azul. En ese momento, escuchamos pasos fuera, susurros, parecía el canto de un coro lejano, como si se tratase de la voz de la tía Elena dentro de nosotros mismos. De pie, delante de la puerta azul, éramos contemplados por cientos de miradas ajenas que se acercaban y alejaban sin ningún sentido, que acreditaban nuestra existencia, que violaban nuestra intimidad. A la izquierda de la sala por la que circulaban aquellos desconocidos la abuela leyó: Biografías, por Antonio García, 1940-1974 y Lucrecia García, 1967-.

domingo, 8 de noviembre de 2009

Vacaciones en la nieve

Las manos ateridas, y los pies y el rostro. El botones subió las maletas mientras la pareja se registraba en recepción; después cogieron el ascensor para dirigirse a su habitación. Pablo quería evitar más discusiones y pensó que lo mejor sería darse un baño caliente, intentar desentumecer los dedos, despejar su cabeza de reproches, desasirse de la sensación de culpabilidad que le inundaba desde que montaron en el avión. Sin embargo, Marta, apoyadas las manos en el radiador de la calefacción, seguía con sus reproches. Estaba ya harto del tema del niño; fue un aborto natural, no había duda. Cómo se le podía cruzar por la cabeza que él diera a su hijo en adopción por la situación en que Marta se encontraba; no podría vivir por el remordimiento, tomar una decisión tan trascendente sin contar con su mujer. Quizá debió prever que en enero se podría presentar un temporal en Los Alpes; pero quién iba a pensar que la nieve cayera y cayera sin parar. El día era opaco, no se veía más allá de los propios pasos y, con ese tiempo, no tendrían posibilidad de esquiar, ni de pasear, ni de olvidarse de nada si debían estar encerrados entre las paredes de la habitación. Pablo, sintió haber hecho caso al psiquiatra cuando les sugirió el viaje; hubiese bastado con Los Pirineos, incluso con Sierra Nevada; ellos, que eran de Málaga, sólo necesitaban escapar de la templanza de su tierra. Claro, él también estaba enfadado, también quería expresarlo, también sintió miedo en el coche hasta llegar al hotel; quedar atrapados en mitad de aquella nada espesa y gélida; la carretera helada entre aquellas montañas que ni siquiera podían ver pero que ellos adivinaban como si crecieran hasta conseguir envolverlos. Le hubiese gustado decirle a su mujer, -si Marta callara, si parase de agredirlo-, que Suiza no era España, que era un país preparado y acostumbrado a las nevadas, incluso a un temporal tan agresivo y desconocido para ellos; no tenía fuerzas; Marta, no callaría, lo amonestaría sin fin cada vez que él buscara palabras de consuelo. Ojalá estuvieran en Los Pirineos o en Sierra Nevada; encima no habría gastado tanto dinero en el viaje a Los Alpes; era un lujo para el sueldo de un maestro; si al menos Marta trabajara, pero desde que la conoció nunca lo había hecho, no pudo; las crisis fueron constantes, las depresiones, ese estar en el límite, la escapada, la huida y el regreso de quién sabe qué extraño lugar; incluso la madre de Marta le previno; la esquizofrenia no se curaría con amor, todo sería muy difícil entre ellos. Pero, Pablo, la amaba, amó a Marta desde que eran niños, desde que él y sus padres llegaron a la ciudad y se instalaron en aquel bajo comercial para montar una panadería; se cruzaba con Marta a diario, hasta que sus juegos labraron el amor que ya nunca le abandonaría; sí, la quería, la quería como a sí mismo, pese a las dificultades, pese a las visitas al psiquiatra, pese a sus fugas y sus retornos.

Mientras se secaba el cuerpo, Pablo, tocó el radiador de la calefacción, notó que había dejado de estar tan caliente y la sensación de frío volvió de repente. Escuchaba a Marta hablar por teléfono; gritaba a quien estuviese al otro lado que el frío la iba a matar. Se habían quedado sin calefacción. Pablo buscó nuevas palabras, buscó como quien avanza a cuchilladas por la selva, pero sólo acertó a ponerse la ropa para bajar a recepción. Marta, más excitada si cabía, no paraba de recriminarle dónde la había traído, dónde estaba su hijo, y sus pastillas. Pablo, se paró delante de Marta mientras ella le gritaba; sintió que sus palabras parecían flotar, que se convertían en un vaho espeso; Pablo, exhausto, respiraba con dificultad como si hubiese subido a una cima helada, y su respiración provocaba en el ambiente un vaho blanco. El frío, insoportable, le hacía sentir que iba a perder el control sin remedio; y encima no paraba de nevar, nunca había contemplado una nevada tan agresiva.

No tardó en subir de nuevo a la habitación; enseguida vendrían los de mantenimiento y traerían aparatos eléctricos para calentar la habitación; por lo menos el frío pasaría allí dentro. Marta, sugirió él, podía tomar también un baño caliente y prepararse para la cena; a las seis, anunció, Pablo; ella, iracunda; en su vida cenó tan temprano, qué ocurriría a las doce, qué comerían entonces.

Pablo se marchó de la habitación para no discutir; bajó al bar, y pidió una cerveza. El camarero la dejó sobre el posavasos, mientras una escarcha gruesa resbalaba por el vaso; lentamente se precipitaba hasta el fondo. Los dedos, al agarrar el vaso, se le habían vuelto a entumecer. Por la ventana, copos inmensos caían; una ráfaga de viento los hacía estallar ocasionalmente en las ventanas; cada vez de forma más insistente; parecían piedras; una roca esta vez, un impacto seco contra el cristal que alertó a todos los presentes hasta entonces ajenos; un choque que apenas duró un segundo, pero a Pablo se le grabó en las sienes, un golpe que desintegró aquella roca de nieve en miles de agujas de hielo que le punzaban las sienes y, entonces, sintió un radial escalofrío que le provocó un pánico lacerante porque por primera vez en su vida pensó en la muerte de Marta.

Cuento elaborado el 28 de diciembre de 2005