viernes, 28 de mayo de 2010

No era necesario saber

El 21 de abril de 1.984, María, aterrizó en Madrid proveniente de Estados Unidos. Su melena rubia, rizada, y su aire exótico, nos hizo identificarla de inmediato en el aeropuerto. Los años han pasado y ya nada es lo que fue, pero al cabo de tanto tiempo seguimos sin saber quién fue. Quizá sea innecesario, quizá bastó con lo que vivimos durante una década a su lado. Pero para ser sincero, saber de ella fue algo que llegó a obsesionarnos, porque nunca habíamos conocido una mujer como ella. Era diferente, no sabría decirlo de otra forma, como una aparecida entre nosotros, un ser no sé si enigmático, no sé si extraordinario.

Durante estos años, nos ofreció solamente pinceladas de su biografía, -¿acaso existe otra forma de conocimiento personal?-: Estaba separada y había recorrido el país durante los años setenta, tras abandonar sus estudios de Derecho. Una vez, borracha, -cosa habitual en cualquier acto festivo de nuestra firma-, sin apenas poder sostenerse de pie, nos contó que se había marchado con un tipo y, en lugar de a California, como todos en aquel tiempo, recaló en el campo y se dedicó a cultivar maíz en una granja. En otra de sus sonadas borracheras contó que había tenido un hijo. Pero nunca supimos de él, nunca vimos su retrato, nunca una llamada. Así que nuestro entretenimiento favorito consistía en conjeturar: Lo abandonó, lo crió libre y lo mató el sarampión, el tétanos, cualquier enfermedad que tuviese remedio con una vacuna, o tal vez el hijo, insatisfecho, se quedó a vivir con su padre.

Su silencio no era terco. Creíamos que se trataba de un dolor que podíamos ver en su rostro, en la profundidad de sus ojos azules. Las mañanas en las que el día anterior habíamos cosechado un rotundo éxito con nuestra galería de arte, llegaba a la oficina pulcra y elegante, como si no hubiese bebido la noche anterior. Se sentaba junto a la máquina del café, encendía un cigarrillo y se quedaba pensativa; los codos los apoyaba en los muslos y se echaba el pelo rubio hacia delante, como si quisiera esconderse. Algunas veces guardaba silencio, otras murmuraba palabras en inglés y, al final, no paraba de decir tacos en español. Gritaba como si nadie estuviese allí, como si la oficina fuese su lugar íntimo. En ocasiones, hilábamos palabras, frases cortas y doloridas. Y nosotros, mientras, especulábamos y cada cual aportaba una escena que ofrecía una nueva dirección: María fue una persona libre; una hippy; una revolucionaria; una rebelde; una madre coraje; una niña mimada por el dinero de su padre; una egoísta, un ser fascinante; quizá más fascinante en el momento en el que la conocimos, más arrebatadora por su madurez, su inteligencia, su rectitud en el trabajo, cualquiera sabe.

Sucediese lo que sucediese en aquella granja, el caso es que volvió a Nueva York. Reanudó sus estudios en la universidad, finalizó Derecho y convirtió la firma de su padre en una empresa líder en el sector cultural: colecciones de arte, montajes teatrales, publicidad y edición de revistas de carácter literario.

María, contaba que todo lo había aprendido de su padre, pero las referencias siempre fueron profesionales. En cualquier caso, nunca apareció por Madrid ni nos consta que ella lo visitara. Parecía estar agradecida por sus enseñanzas, pero al tiempo afloraba una pesada carga de la que no había podido desembarazarse. Delante de El Greco, María, mencionaba la fuerza sobrecogedora de sus cuadros, la misma que le enseñó su padre a aprehender, y entonces hablaba de cada autor como si lo conociera, como si pudiera entablar una conversación con él. Yo siempre he querido pensar que, en realidad, utilizaba las palabras de su padre para no romper unos lazos que quizá existieran en la infancia. Ella ensalzaba el apego a una disciplina férrea, al conocimiento por el conocimiento. Un día me habló de la educación que Chaplin le había dado a sus hijos en férreos colegios ingleses pese a su actitud abierta. ¿No podía ser que, María, utilizara a Chaplin o a cualquier otro pintor para hablarnos de ella misma? Nosotros queríamos exponer nuestro punto de vista, discordante en muchas ocasiones, pero ella se perdía ante un cuadro y aquella imagen nos ensimismaba y, así, olvidábamos los contrastes.

El caso es que llegó a España con un bagaje profesional envidiable. Nos confesó que eligió nuestro país porque todo estaba por hacer, por el sol y porque éramos Tánatos, mientras que en su país todo era mediocre y podridamente rico. Se alejaba, así, del cosmopolitismo neoyorkino, pero al tiempo Madrid se hallaba muy cerca de los centros de arte más importantes de Europa. Porque nuestra filial se centró en la pintura exclusivamente: Éramos intermediarios en la compra y venta, exposiciones, muestras, investigación y publicación de revistas.

Pero en el fondo, nosotros pensábamos que María había buscado una ruptura. No se abandonaba la cuna del arte a cambio de sol. El arte era su vida. Cierto es que nos hizo ricos a todos. Pero en Nueva York el dinero se habría multiplicado. Sea como fuere, para nosotros fue un lujo que nos eligiera para trabajar en su empresa, y visitar así países, conocer a los artistas más importantes, gozar del glamour de las fiestas ante la apertura de una exposición. Realmente, éramos felices. Para nosotros aquello era tan rompedor, tan moderno pero, del mismo modo, tan fuerte con respecto al peso cultural que arrastrábamos, que nos hacía dudar, nos ponía en una tesitura comprometida y nos hacía parecer torpes, infantes asustados.

María, había creado un imperio y nosotros éramos sus lacayos, sus seguidores. Ella ponía la fuerza y la inteligencia y nosotros la lealtad. Y esa mezcla resultó explosiva y acrecentó su poder y nuestro deseo.

A veces se tomaba vacaciones y nunca sabíamos a dónde se marchaba. Y con la misma naturalidad hace unos meses, María, nos sorprendió otra vez: Lo dejaba todo. No queríamos creerlo porque nos hacía sentir huérfanos y ella era la esencia del negocio y, lo que ahora sabemos, de nuestras vidas. La decisión era firme y nos transmitiría su legado en España, su imperio, su arte.

Antes de marcharse me invitó a cenar y me anunció que yo debía jugar su papel en la empresa. Mientras hablaba, podía percibir que todo ese tema le importaba poco, había otras palabras escondidas que no se atrevía a expresar. Habló, pues, del negocio, del administrador, de los abogados, de las órdenes que habían recibido. Aproveché una pausa; no podía permitir que la noche transcurriera sin más, sin intentar arrancarle la verdad. Le pedí que, por una vez, se dejara de ironías, de miradas perdidas, de dictados profesionales. Le pedí, en fin, que dialogáramos, sin más, que por primera vez en todos aquellos años me mirara a la cara para decirme algo importante sobre ella. María, esbozó esa sonrisa que tan bien conocíamos y me dijo que lo único que podía retenerla era que dejara a mi mujer para casarme con ella. Entonces reímos, con total libertad, como nunca me había pasado con ella. Sin sarcasmos, le reproché; me merecía una explicación seria después de tantos años. María, sacó del bolso una lista de jóvenes artistas que yo no debía olvidar; con ellos seguiríamos triunfando. Según ella, el futuro les pertenecía y debíamos seguirles la pista, sin dudarlo. Al final, insistió en que la llevara a casa. Llegamos al portal de su casa y, sin mediar más palabras, me dio un beso tierno en los labios. Todo era muy simple: Necesitaba descansar, nada más, volver a donde había empezado. Luego me dio las gracias y antes de entrar al portal me lanzó un beso que dibujó un maravilloso círculo en su boca, la misma que tantas veces había quedado grabada con carmín en una copa de vino cualquiera.