domingo, 8 de noviembre de 2009

Vacaciones en la nieve

Las manos ateridas, y los pies y el rostro. El botones subió las maletas mientras la pareja se registraba en recepción; después cogieron el ascensor para dirigirse a su habitación. Pablo quería evitar más discusiones y pensó que lo mejor sería darse un baño caliente, intentar desentumecer los dedos, despejar su cabeza de reproches, desasirse de la sensación de culpabilidad que le inundaba desde que montaron en el avión. Sin embargo, Marta, apoyadas las manos en el radiador de la calefacción, seguía con sus reproches. Estaba ya harto del tema del niño; fue un aborto natural, no había duda. Cómo se le podía cruzar por la cabeza que él diera a su hijo en adopción por la situación en que Marta se encontraba; no podría vivir por el remordimiento, tomar una decisión tan trascendente sin contar con su mujer. Quizá debió prever que en enero se podría presentar un temporal en Los Alpes; pero quién iba a pensar que la nieve cayera y cayera sin parar. El día era opaco, no se veía más allá de los propios pasos y, con ese tiempo, no tendrían posibilidad de esquiar, ni de pasear, ni de olvidarse de nada si debían estar encerrados entre las paredes de la habitación. Pablo, sintió haber hecho caso al psiquiatra cuando les sugirió el viaje; hubiese bastado con Los Pirineos, incluso con Sierra Nevada; ellos, que eran de Málaga, sólo necesitaban escapar de la templanza de su tierra. Claro, él también estaba enfadado, también quería expresarlo, también sintió miedo en el coche hasta llegar al hotel; quedar atrapados en mitad de aquella nada espesa y gélida; la carretera helada entre aquellas montañas que ni siquiera podían ver pero que ellos adivinaban como si crecieran hasta conseguir envolverlos. Le hubiese gustado decirle a su mujer, -si Marta callara, si parase de agredirlo-, que Suiza no era España, que era un país preparado y acostumbrado a las nevadas, incluso a un temporal tan agresivo y desconocido para ellos; no tenía fuerzas; Marta, no callaría, lo amonestaría sin fin cada vez que él buscara palabras de consuelo. Ojalá estuvieran en Los Pirineos o en Sierra Nevada; encima no habría gastado tanto dinero en el viaje a Los Alpes; era un lujo para el sueldo de un maestro; si al menos Marta trabajara, pero desde que la conoció nunca lo había hecho, no pudo; las crisis fueron constantes, las depresiones, ese estar en el límite, la escapada, la huida y el regreso de quién sabe qué extraño lugar; incluso la madre de Marta le previno; la esquizofrenia no se curaría con amor, todo sería muy difícil entre ellos. Pero, Pablo, la amaba, amó a Marta desde que eran niños, desde que él y sus padres llegaron a la ciudad y se instalaron en aquel bajo comercial para montar una panadería; se cruzaba con Marta a diario, hasta que sus juegos labraron el amor que ya nunca le abandonaría; sí, la quería, la quería como a sí mismo, pese a las dificultades, pese a las visitas al psiquiatra, pese a sus fugas y sus retornos.

Mientras se secaba el cuerpo, Pablo, tocó el radiador de la calefacción, notó que había dejado de estar tan caliente y la sensación de frío volvió de repente. Escuchaba a Marta hablar por teléfono; gritaba a quien estuviese al otro lado que el frío la iba a matar. Se habían quedado sin calefacción. Pablo buscó nuevas palabras, buscó como quien avanza a cuchilladas por la selva, pero sólo acertó a ponerse la ropa para bajar a recepción. Marta, más excitada si cabía, no paraba de recriminarle dónde la había traído, dónde estaba su hijo, y sus pastillas. Pablo, se paró delante de Marta mientras ella le gritaba; sintió que sus palabras parecían flotar, que se convertían en un vaho espeso; Pablo, exhausto, respiraba con dificultad como si hubiese subido a una cima helada, y su respiración provocaba en el ambiente un vaho blanco. El frío, insoportable, le hacía sentir que iba a perder el control sin remedio; y encima no paraba de nevar, nunca había contemplado una nevada tan agresiva.

No tardó en subir de nuevo a la habitación; enseguida vendrían los de mantenimiento y traerían aparatos eléctricos para calentar la habitación; por lo menos el frío pasaría allí dentro. Marta, sugirió él, podía tomar también un baño caliente y prepararse para la cena; a las seis, anunció, Pablo; ella, iracunda; en su vida cenó tan temprano, qué ocurriría a las doce, qué comerían entonces.

Pablo se marchó de la habitación para no discutir; bajó al bar, y pidió una cerveza. El camarero la dejó sobre el posavasos, mientras una escarcha gruesa resbalaba por el vaso; lentamente se precipitaba hasta el fondo. Los dedos, al agarrar el vaso, se le habían vuelto a entumecer. Por la ventana, copos inmensos caían; una ráfaga de viento los hacía estallar ocasionalmente en las ventanas; cada vez de forma más insistente; parecían piedras; una roca esta vez, un impacto seco contra el cristal que alertó a todos los presentes hasta entonces ajenos; un choque que apenas duró un segundo, pero a Pablo se le grabó en las sienes, un golpe que desintegró aquella roca de nieve en miles de agujas de hielo que le punzaban las sienes y, entonces, sintió un radial escalofrío que le provocó un pánico lacerante porque por primera vez en su vida pensó en la muerte de Marta.

Cuento elaborado el 28 de diciembre de 2005

jueves, 8 de octubre de 2009

ESPÍAS DE MEDIANOCHE

La habitación tiene las luces apagadas. Sin embargo, la luna llena ofrece una claridad mutilada, retazos tenues que se cuelan por la única ventana que existe. Claroscuros sin apenas contraste. Pese a todo, puede distinguirse la silueta de dos mujeres. Una de ellas sentada frente a la ventana, y la otra está apoyada en una de las paredes de la habitación.
- ¿Cómo estás, Paquita? ¿Hoy te ha comido la lengua el gato?
- ¿Cómo quieres que esté, Consuelo? Lo mismo que anoche.
- ¡Ay, qué mujer esta! Vieja, así es como estás.
- Pues eso será. Bueno, ¿qué?, ¿te cuento o no?
- Cuenta, claro; estoy que no vivo. ¿Qué sabes de nuevo?
- Por cierto, ¿qué has hecho de cena esta noche, Paquita? Me llegaba un olor desagradable. Seguro que has vuelto a quemar la comida.
- Pues qué va a ser, la leche, que la he puesto en el fuego, y me he quedado embobada con la televisión; y cuando he querido acordar, la hornilla echa un asco.
- A mí eso no me pasa, y luego dices que la vieja soy yo. El secreto está en no cocinar.
- Déjate ahora de tonterías, viejas estamos las dos. Cuenta mujer.
- Verás, estamos a punto de averiguar lo que sucede en esa casa. Lo presiento. Cerca, muy cerca, Consuelo.
- No te creo, son cosas tuyas. Ahí pasa algo feo, eso lo sabemos, pero no entiendo por qué estamos tan cerca.
- No sé mujer, la verdad. Puede que sea un presentimiento, no más.
- ¿Y tu nieta?, ¿te ha llamado hoy?, ¿cuándo vendrá a dar una vuelta?
- ¡Cotilla!
- Cotilla no, Paquita, pregunto porque me intereso por ti, a mí no me gusta meter las narices en lo ajeno; vamos, que me da igual. Si no me quieres contar, allá tú.
- Sí claro, y yo que me lo creo; a ti nunca te dio igual un so que un arre. Además, si lo ajeno no te interesa, dime qué haces aquí conmigo espiando el piso de enfrente.
- Mujer, no es lo mismo.
- ¡No puedo contigo, Consuelo!, bien sabe Dios que los años no aplacan el mal genio que me produces, pero también es cierto que la paciencia, si es una virtud, me hará ganar el cielo.
- Qué exagerada eres, Paquita; y menos mal que tu mal genio me hace gracia, de verdad.
- Bueno, ¿quieres saber o ponemos la radio y se acabó?
- Ayer me dijiste que subieron un poco las persianas, y que viste a alguien al trasluz. Mira, a mí todo esto me da miedo; tiene pinta de vivir ahí gente que se esconde de algo, de eso no tengo duda.
- Lo importante, Consuelo, es que hoy tenemos algo que no teníamos ayer. Mira, esto son unos prismáticos que me ha traído mi nieta.
- Entonces, ¿ha venido hoy a verte?; ¿y cómo está, se casa ya por fin o se va a vivir con su novio?
- ¡Vete bien lejos, Consuelo! De modo que te enseño los prismáticos..., este chisme que nos acerca de verdad, a lo que está ocurriendo en ese piso, y entras al cotilleo.
- Pero es que me hace gracia lo de las lentes esas. Bueno, y miedo, ya te digo, miedo también me da, porque igual tienen a alguien secuestrado, o son ladrones, o peor, con los tiempos que corren y lo que se oye, terroristas.
- Perdona que te diga, Consuelo, y que Dios me perdone, pero tú eres idiota. Que no abran nunca las persianas, que no veamos a vecinas nuevas salir y entrar, no quiere decir que en ese piso viva gente maleante.
- Pues tú me dirás. Pero, hay algo que no entiendo. Ayer me dijiste que no era un piso, que parecía un dúplex, y esta noche me hablas de un piso. Un bloque desde luego, no es.
- ¿Cómo va a ser un bloque, hija mía? Es una casa de dos plantas, la planta baja, ¿la ves?, y la primera, donde sucede vaya a usted a saber qué.
- ¡Por Dios, Paquita, estoy poniéndole emoción! Qué poco delicada eres, hija.
- ¡Ignorante!
- De modo que tú si me puedes decir idiota, y yo no puedo nunca meterme contigo.
- Esto es imposible, contigo ser espía es un tormento.
- ¡Claro, si tú eres Hercules Poirot! ¡Qué digo, Paquita Poirot!... ¡Por Cristo bendito, mira qué pinta tienes con los prismáticos!
- ¡Cielo santo, acaban de subir la persiana!
- No me lo creo.
- Hay una mujer fumando un cigarro en la baranda del balcón.
- ¡A mí no me engatusas con eso!
- Mejor compruébalo tú misma.
- Paquita, que me da algo, es una enfermera, y vaya trasiego de gente que se ve; la luz es muy débil, pero se ve todo perfectamente.
- Te dije mujer que mi nieta era un sol.
- Desde luego; es la primera cosa con sentido que has dicho esta noche.
- ¡Ah!, ¿no te he dicho que se ha comprado un piso con su novio?
- ¿En serio?
- Creo que se casarán pronto.
- Paquita, no sabes cómo me alegro. Pero dime, vuelve al piso, ¿qué ves?
- Tira la ceniza por el balcón. Yo pienso que en cuanto termine la carrera y tenga trabajo se casarán, porque mi nieta tiene pinta de querer un hijo pronto.
- Eso desde luego; los niños hay que criarlos cuando una está joven.
- Pero si tú nunca has tenido hijos, Consuelo.
- Tengo vida, Paquita, tengo mucha vida y una aprende más de lo que quisiera.
- ¡Oye! ¿Eso no será una clínica abortiva? ¡Ay, Santo Dios!
- Por qué no me calientas un poco de leche, Consuelo, esto va para largo y noto nervios en el estómago. Que esté bien calentita, por favor.
- Claro mi vida, ahora mismo.
- Sin tirar nada.
- ¡Cállate! Sigue, sigue contándome lo que ves.
- ¡Consuelo!, ¿qué ha sido eso, qué has tirado?
- ¿Cómo se te ocurre apilar los vasos de esta manera? ¡Sólo tienes tres vasos y los pones uno sobre otro!
- ¡Desde luego, naciste tonta! Y eso que estudiaste y todo, pero te hicieron las manos de gachas. No llores, Consuelo, que al final me voy a sentir mal.
- ¡Sólo de vieja he hecho yo estas cosas, bien lo sabes! Una no tiene la culpa. Que hubiese criada en casa también era causa de problemas.
- Esta chica se nos va de la ventana, Consuelo.
- ¿La enfermera?
- La misma, Consuelo, ¿quién si no? Calla ahora, mucho silencio, que no nos oiga nadie.
- ¡Ay, por Dios, el timbre!; ¿quién será, Paquita, a estas horas?
- ¡Y yo qué sé! ¡Cálmate, por favor! Abre tú, que yo con la silla de ruedas tardo una eternidad. Pero pregunta quién es.
- ¿Sí, quién va?
- ¡Señoras, por favor!
- Señorita, alguna todavía somos señorita.
- ¿Qué hace usted aquí, Consuelo, a estas horas? Se ha oído un ruido y me han avisado de control. ¿Qué ha pasado?
- ¡Consuelo, que tiene las manos de trapo!
- ¡La próxima vez te calientas tú la leche!
- Vamos, por favor, dejen de pelearse. Mañana es día de visita, y es mejor que se acuesten ahora. Vaya usted a su habitación, Consuelo, que yo ayudaré a la señora Paquita a que se acueste.
- Buenas noches señorita; buenas noches, Paquita. Siento lo del vaso.
- ¡De trapo, las manos de trapo, Señor!

jueves, 3 de septiembre de 2009

De esta noche no pasa

“El potro que ha de ir a la guerra, ni
lo come el lobo ni lo aborta la yegua”. Refrán


Cómo has podido hacerme esto. Qué vergüenza. Canalla. Eso eres, un canalla. Esta tarde me ha llamado Silvia para decírmelo: Estoy contigo, lo siento. Me he quedado de piedra, no doy crédito. A estas alturas ya lo sabrá todo el mundo. Todos. Odioso grupo.

El ruido de los niños, ensordecedor, a pesar de estar en la habitación de los juegos, a pesar de la puerta cerrada de la biblioteca. Sofía, suelta el bolígrafo contra el diario y sube. Entra en la habitación. Se dirige hacia Carlos y la bofetada le desvía el rostro. Las niñas parecen congeladas por la reacción de la madre y, al instante, las coge por los hombros y las zarandea.

- ¡A callar he dicho! ¿Me oís? Ahora mismo cogéis vuestras cosas y os metéis en el baño. Cada uno a lo suyo. Y no quiero sentir ni una palabra más. La cena, en la cocina. Carlos la calentará en el microondas. Luego, a la cama. Creo que ha quedado claro, -mientras su hijo se muerde el labio para no llorar; cubre por los hombros a las pequeñas y las conduce a su habitación-.

Sofía, baja de nuevo a la biblioteca, pega un portazo y vuelve al diario. Se sienta y coge el bolígrafo pero de inmediato lo deja caer y llora desconsolada. Pasa un rato. Se seca las lágrimas y acude al mueble-bar, añade hielo al vaso, una rodaja de limón, y vierte un poco de ginebra.

De esta noche no pasa. Lo peor de todo no es que me seas infiel, ni que me engañes. Serás hijo de puta. Ni que te acuestes con Claudia, sino que ni siquiera te escondas. Tienes la suficiente inteligencia y dinero como para hacerlo a escondidas, para no tener que hacerme pasar por esta humillación. La verdad, no podía ser con otra. Siempre se retorcía demasiado mientras bailaba contigo, y más después de que, Armando, se marchara a Valencia. Qué listo ha sido. Ahí os quedáis todos. Los niños para Claudia y a vivir la vida. Un cabrón, Jacobo, eres un falso. Cómo odio tu grupo, tus amigos de facultad. Un viernes de cada mes, siempre lo mismo, la estúpida cena, los cantos cuando el alcohol rezuma, y luego la cocaína, como niños imbéciles. Ni un polvo que merezca la pena. Y lo más terrible, soportar a sus mujeres. Mis amigas…, menudas amigas. Conversaciones vacías. Dios mío, qué voy a decirle a mis padres. No dejes el banco, Sofía, no dejes el banco. No te cuesta nada echar unas horas, tienes libertad, tu suegro lo arreglará, los conoce a todos. Pero no, primero tus pacientes, tu investigación, tus congresos, tus malditos viajes. Un año, otro, y otro, todos los días iguales: Me visto, me pinto, acudo al encuentro, y de nuevo me encuentro con las mismas caras. Lo mejor es que si nos separamos no pasa nada, decía la maldita, Claudia. Se ha ido, contaba, se ha ido y me ha dejado los críos; y qué, tiene que mandar el suficiente dinero para mantenerlos, y yo no voy a bajar mi nivel de vida, se lo dejé bien claro: El que quiere una vida nueva tiene que pagarla, y él la va a pagar; yo ahora, ya veis, no doy explicaciones, mis compras, el gimnasio, citas con nuevos hombres, y a no pensar. Al principio, Claudia, lloraba. Tenía miedo. Una cree perder cosas, pero ahora lo veo todo diáfano: Unas sesiones de psicólogo y a gozarla. Y como siempre, después de tomar café nos vamos de tiendas, hasta que es mediodía y nos tomamos el aperitivo. Luego cada cual a su casa. Entretanto nos observamos, nos medimos: Los kilos de más, el pecho que se cae. Mierda y más mierda. Sólo mierda. Fantoches. Yo no vuelvo a casa de Pepa López, tiene la ropa cada vez más vulgar, y no sé, una busca exclusividad. Estás equivocada, mi amor, Pepa es muy exclusiva, y hasta el nombre, la marca, tiene su no sé qué, lo que ocurre es que está abriendo otros mercados, como el italiano. Ni siquiera saben de qué hablan. Todo es apariencia entre nosotras, entreverar la necedad con la sensación de estilo. Por modas, como ahora con la lectura. Desde que Rosa descubrió a Carmen Posadas, todas como moscas a leer, como tontas, como supuestas chicas en onda, pero la madurez está aquí con nosotras. No lo queremos ver, pero andamos más cerca de los cincuenta que otra cosa. Qué desastre de vida. Dios mío, no creo que pueda soportar los comentarios de las demás. Qué pensarán cuando, Claudia, me dirija la palabra, cuando nos vayamos las dos y se sienten todas a hablar de los tres. No va a suceder, por Dios; creerán que soy una ignorante, una imbécil. Podré ser una cornuda, pero necia, no, por ahí no paso. Qué fracaso, ahora que nos hemos mudado a esta casa nueva. Y qué vamos a hacer con la de Tarifa. Pero todo será de mis hijos, y mío. No señor, no estoy dispuesta. De esta noche no pasa.

Jacobo entró hace un rato. Ha subido a ver a los niños. Se le oye hablar con su hijo, Carlos. Luego baja y entra en la biblioteca.

- ¿Por qué le has dado una bofetada a Carlos?, -pregunta con cierto enfado-.
- Estaban armando un jaleo espantoso, querido. Espantoso, Jacobo. Me he puesto nerviosa y no he podido reprimirme. Además, no tengo ganas de hablar, -dice Sofía sin mirar a la cara de su marido mientras se sienta en el sofá y cruza las piernas al tiempo que un nuevo sorbo de ginebra recorre su garganta-.
- ¿Te ocurre algo?
- ¿Has cenado?
- Será mejor que no te pregunte. Mañana me lo cuentas, ¿te parece? Voy a subir a cambiarme que estoy hecho polvo.
- La muchacha ha dejado carne en salsa.
- No tengo apetito. ¿Tú has comido algo?, -mientras se acerca y besa a Sofía en la frente-.
Sofía, conforme se aleja su marido murmura algo entre dientes.
- ¿Decías algo nena?
- Que te cambies mientras yo voy calentando la cena. Ha sido un día muy largo para todos, y esta noche me quiero ir pronto a la cama.

domingo, 23 de agosto de 2009

La pensión en la ciudad

Todos creyeron que aquello pasaría pronto. Sin embargo, han transcurrido cinco años desde que salimos de la ciudad y todavía no he vuelto. Al menos eso creo. Recuerdo la puerta de casa, a mamá y los demás despidiéndonos entre risas como quien dice por cumplir, pero yo sabía que no volvería. Y no porque odiase la ciudad o porque tener lejos a la familia fuese algo prioritario. Simplemente, en un momento determinado de nuestra vida, sentimos que debíamos abandonarlo todo. Eso era al menos lo que creía que nos ocurriría a las dos. Así que arrancamos el coche, levantamos la mano para decir adiós y pasamos las dos siguientes horas sin decirnos una palabra. El silencio se interrumpía por el llanto entrecortado de Victoria. Yo, en fin, conducía con la garganta anudada hasta que paré en una estación de servicio y en el baño solté toda la rabia que sentía. Lloré como un adolescente al que nadie entiende tal vez porque ni siquiera él mismo es capaz de comprender qué pasa por su pecho, de dónde procede el desaliento, la pena. Sólo cuando fui capaz de no llorar más, me lavé la cara y me metí en el coche. Victoria, no preguntó. De modo que seguimos nuestro camino.
Dicen por ahí, no sé de dónde me viene, que hay que estar lejos para echar de menos lo que se tiene. En realidad, Victoria y yo echábamos de menos nuestra ciudad desde hacía meses, antes ni siquiera de plantearnos marchar.
Cuando llegamos al lugar en el que nos íbamos a instalar, paramos el coche en la puerta del mismo portal donde viviríamos. Poco a poco, acomodamos la vivienda y en menos de un mes aquello podía pasar por un hogar. Junto a nosotros vivía una chica joven con aspecto infantil. Una noche llamó a la puerta. Victoria me miró, quizá por vez primera desde que habíamos llegado, pero de inmediato fijó la vista en el televisor como si el timbre no fuese con ella. De modo que me levanté y abrí. Buenas noches, soy vuestra vecina. Yo asentí con la cabeza porque sospeché que si no contestaba de algún modo ella no iba a continuar. Aquella chica estaba pasmada, quieta con la mano derecha apoyada en el marco de la puerta. ¿Quieres sal?, pregunté mientras le sonreía, más que nada para ver si de ese modo se animaba y me hablaba. Después, abrí más la puerta y la invité a entrar. Ella siguió parada y yo la empujé con delicadeza para ayudarla. Victoria apagó la televisión y por segunda vez en algo más de un mes volvió a mirarme. No sabría decir si estaba extrañada o enfadada. Sólo se levantó y ayudó a la vecina a que se sentara. Victoria se puso a su lado y la acurrucó entre sus brazos. Ambas lloraban. De pronto, la señal del horno me llevó a la cocina y tuve que dejar la escena de estas dos mujeres tan desconocidas para mí en ese momento. El pollo se había achicharrado. De las manzanas y la verdura quedaba una masa diluida que, cuando intenté calzarlas con la cuchara, se desintegró. Cogí un cuchillo y un tenedor para quitar las costras quemadas e intentar salvar la cena. Me pareció un milagro que debajo de aquellas capas quedase todavía algo de carne comestible. Fui echándola en tres platos y en otro corté un tomate, cebolla y atún e hice una ensalada. Entré al comedor con todo en una bandeja y no había rastro ni de Victoria ni de la vecina. Dejé la bandeja sobre la mesa y llamé a Victoria. Entré en el baño y busqué en el único dormitorio que teníamos, pero ellas no habían dejado huella. Un poco cabreada conseguí por fin relajarme y pensé que quizá la vecina necesitaba tomar el aire. De modo que cené, recogí los platos y los fregué, me senté de nuevo en el sofá y puse la televisión. Al final del noticiero volví a sentirme cabreada, también conmigo misma por haberlas perdido de vista, por detenerme a limpiar un pollo quemado, por hacer una ensalada y pensar que quizá a través de esta chica, Victoria y yo podíamos volver a dirigirnos la palabra. En realidad, no sé por qué no habíamos hablado en todo este tiempo. Estábamos lejos, sí, pero también había sido una decisión conjunta. De pronto, pensé que quizá estaban en casa de la vecina. Así que salí y vi una nota que había en la puerta: Nos hemos marchado, Agustina. Volvemos.
¿Volver?, ¿a dónde?, ¿por qué con la vecina?
Marqué el teléfono de Victoria.
- Dime, Agustina, -contestó Victoria-.
- Por qué te has marchado sin decir nada, -le pregunté con suavidad para no enfadarla-.
- No lo sé, Agustina. –y su voz me resultó neutral y lejana-.
- Conocías a esa chica, -insistí-.
- Creo que me he marchado porque no puede abandonarse la ciudad de esa forma.
- Conocías a esa chica, -volví a preguntar-.
- Y bueno, lo mejor es volver.
Victoria colgó el teléfono y yo me sentí ambigua. En ese momento, no estaba enfadada ni tampoco triste. No sabría explicarlo, igual que ahora tampoco sé qué pasó realmente. Me acomodé en el sofá y el timbre de la puerta volvió a sonar. Me levanté y cuando abrí sólo encontré en el suelo una nota en blanco. Asomé la cabeza y no había nadie. Bajé y subí las escaleras pero sin hallar rastro. Incluso llamé a casa de la vecina. Angustiada insistí hasta que oí una voz al otro lado. Hola, dije. Pero ya nadie volvió a contestar. Hola, te he oído antes, grité molesta. En ese momento, una vecina muy mayor que no había visto nunca antes se paró junto a mí y me habló: No pierdas el tiempo, chica. La miré y sentí deseos de gritarle por entrometerse. Ella se dio cuenta y siguió su camino. Justo cuando subió el primer peldaño del nuevo cuerpo de escaleras y agarrada a la baranda, se volvió y me dijo: Ahí no vive nadie, chica; quiero decir que no vive nadie como nosotros, dicen que desde que murió la chica que vivía ahí no han vuelto a alquilar ese piso; ya veo que usted la oye, a mí también me pasa, pero como sabe, a todo se acostumbra el cuerpo; usted también se acostumbrará. Volví a llamar, esta vez golpeando la puerta con todas mis fuerzas. Me giré y la mujer mayor ya no estaba.

Es verdad que a todo se acostumbra una. Ni siquiera he vuelto a ver a la mujer mayor que aquella noche me habló y tampoco mis conocidos me han podido dar señas del paradero de Victoria. Llamó en una ocasión y les dijo que estaba bien y que no la molestaran. He pensado que quizá no volvió a la ciudad o que era un fantasma en tránsito y que ahora es un fantasma que acompaña a esa chica de extraño comportamiento que pude ver cuando se presentó en la casa. Quizá perdí el sentido de la realidad. La verdad es que no lo sé. Sin embargo, cada día tengo la sensación de que cuando camino hacia mi trabajo, ante mí encuentro la ciudad que dejé, pero todo el escenario parece una evocación y tras cada esquina vuelvo a ver cómo ante mí se levanta la catedral, cómo se erige un cerro coronado de adobe. Para volver a casa, cojo el autobús porque mis jornadas son agotadoras y por el cristal la evocación vuelve: el carril de la acera se convierte en un río que, de pronto desparece entre los edificios y siento que la ciudad sigue sin ser mía y que por eso la dejé. Entonces me aturdo y algo me inclina a bajarme. Pero siempre me bajo una parada antes de la que está cerca de mi casa. Cada vez estoy más acostumbrada a todo esto y lo único que hago es caminar sin sentir ya el estupor de los primeros meses. Cuando llego a casa me tumbo en el sofá y espero que llegue el sueño, aunque sé que volveré a evocar, de modo que ni durante la vigilia ni durante el sueño la ciudad me abandonará. Ojalá fuese un fantasma que vive en una pensión lejana de una ciudad lejana porque, la de ahora, parece mi ciudad.



sábado, 21 de febrero de 2009

En el autobús

Por
Miguel Ángel Madrid


Hace tiempo que sé que notenemos remedio. Me cuesta trabajo entender muy bien qué es lo que pasa, laverdad, pero algo sucede en nuestra familia. A veces pienso que todo es culpade papá. No porque esté preso. Sé que está en prisión por ser pobre, no porquesea una mala persona. Eso me dije Juan. Aunque un policía nos dijo una vez quehabía hecho daño a otra gente. Y anosotros más que a nadie. A mamá y a mí. También a María, pero duró poco tiempoporque en seguida lo vinieron a buscar. Un día salió de la cárcel e hizo aÁngel. Así me lo contó mamá. En realidad no lo vinieron a buscar. Se fue, no volvió.Era normal. Entonces, un coche de la policía paraba delante de casa. Lospolicías me decían que llamara a mamá. Yo les decía que pasaran ellos, que nome apetecía. Ya sabía que papá estaba preso. Ahora me pregunto si tenía otraopción, si pudo elegir otro tipo de vida. Juan, que trabaja en el Ayuntamiento,siempre me dice que sí cuando se queda conmigo después de la clase de refuerzo. Se puede elegir, Manolillo, me dice mientras me acaricia el pelo. Pero yo sé que me está mintiendo, aunquesé que lo hace con buena intención. En realidad sé que me quiere, o que metiene aprecio. A veces me gustaría vivir con él. Mimamá no sabe quererme. A veces, como ahora, se queda mirando al vacío,contemplando a través de la ventana del autobús, y entonces creo que me quiere.Luego, sin venir a cuento, te suelta una palmada en la cabeza. Personalmente,las prefiero, porque cuando me pega en la cara, sobre todo si hay gentedelante, la rabia me sube un calor fuerte a la cabeza. No, definitivamente, no sabe quererme, aunque mequiere. Cuando vinieron a por nosotros, se arrastraba por el suelo, se arañabalas mejillas, escupía, maldecía a quienes nos llevaban. Mis hermanos lloraban.Yo, en cambio, la miré fijamente, sin decir nada. Simplemente no tenía nada quedecir. Nos llevaron a un colegio nuevo, y también con una familia,durantealgunos fines de semana. Allí descubrí que éramos una familia rara, que sepuede vivir de otra forma. Por eso, creo que sé que Juan me quiere, que debeexistir otro lugar en el que las bofetadas no te lluevan. El abuelo dice quelas bofetadas se las llevó mi madre en prisión. Le pregunté por qué se lahabían llevado. Me contestó dándome una palmada en la cabeza, en la parte deatrás. Y no volví a preguntar, ni siquiera a Juan. La nariz se estampó con el hule de la mesa. Enla calle me dijeron que un hombre quiso hacerle daño a mamá, y que ella sedefendió con un destornillador. Yo no quiero hacerle daño a nadie. Lo sé. Estoy seguro. Y sobre todo, estoy seguro cuando veo a mi hermanopequeño, como ahora, en brazos de mi madre, dormido. Lo miro a la cara y sé quetiene un sueño dulce, que se está comiendo un algodón de azúcar, que ha entradoen una tienda de juguetes y coge un patinete y lo suelta, luego un balón quelanza al fondo, como si fuese un jugador profesional. Es lo que siempre me diceJuan, que algún día seré un gran jugador de fútbol. Pero yo no quiero salir enla televisión. En la televisión hay gritos. Como en casa. Yo quiero vivir en laplaya. Dedicarme a pescar por las noches. Llevarme a María y al renacuajo de Ángel. Pisar laarena, oler el mar. El verano pasado nos llevó Juan, y a otros niños de micolegio. Fueron unas colonias inolvidables. Los demás profesores no veían conbuenos ojos que yo fuera. Dicen que Juan me trata demasiado bien. Las coloniaseran para niños menores de diez años. Yo tengo doce. La verdad es que no veo ladiferencia. Me gusta el chocolate, como a todos los demás. Y el yogurt defresa, con trozos de fruta. Las patatas fritas con carne, o con huevo. Llamar amamá cuando se hace de noche, aunque siempre se ponga el abuelo. Es el únicoque coge el móvil. Sólo responde él, aunque el teléfono sea de mamá. Pero todoen la casa es del abuelo. Todo. Hasta nosotros. Desde que papá entró enprisión, vivimos en casa de los abuelos. Está justo al lado de la que teníamos antes de que se llevaran a papá. Mamála ha alquilado. Juan dice que eso no se puede hacer, que todas las casas delbarrio son del gobierno, que no pueden alquilarse. Yo lo que sé es que elgobierno sale por televisión, y grita, por eso no lo escucho. Nada. Juan dice queel gobierno sabe quién vive en nuestra casa porque hay gente que, como Juan, seencarga de saber quién vive en los lugares. El caso es que mamá recibe un dineroa final de mes. El abuelo fue quien tuvo la idea. Su casa tiene doshabitaciones. En una duerme él con la abuela, en camas separadas. En otrodormitorio, duerme mamá con Ángel y con María. Yo duermo en el comedor, en unsofá-cama. Ángel y María ya se han acostumbrado. Yo no, me despierto cada vezque el abuelo llega de madrugada. Miro el reloj. Son las dos, a veces las tres.Entra en su cuarto. Despierta a la abuela. Con el brazo extendido, pone la mano en su cuerpo y la zarandea. La abuela se queja, pero el abuelo le levanta la mano y la abuela calla. Entonces se quita el cinturón. Lo dobla. Le pega a la abuela un par de veces. Mamá se levanta de la cama y cierra la puerta de su habitación si es que está abierta. Si no, no se oye nada. Todos duermen. Sobretodo mis hermanos. Me alegro por ellos. A veces, siento ganas de gritarle alabuelo. Decirle que la deje en paz, que no le pegue más a la abuela. Apenas se entera de nada. Dicen que tiene depresión, que antes no era así. Una vez le pregunté a Juan. Me dijo que la abuela tenía un problema mental. Le pregunté si es que estaba loca. Juan me contestó que todos estamos un poco locos. La abuela se ríe cuando le hablamos. Le digo cualquier cosa: guapa, fea, caraculo,cenicienta, pasmada, y se ríe, siempre se ríe. Otras tardes, sigo con la cantinela: garbanzo, mula, grillo, seta, y no dice nada, se le cae la baba. Mamá entonces me grita, me da un tortazo y me dice que la deje en paz. Una noche, el abuelo, entró en la habitación de mamá. El día anterior había llegado la policía a decirnos que papá tenía problemas. Eran las dos y media de la madrugada. El abuelo avanzó por el comedor, a tientas, por la oscuridad y porel vino. Se paró delante de la puerta de mamá. Se quitó el cinturón. Los pantalones se le bajaron a los tobillos. Como pudo, se quedó descalzo, las piernas y el culo al aire. Echó a andar. ¡Hijo de puta!, empezó a gritar mamá,¡Hijo de puta! Saqué a Ángel y a María de la habitación. No paraban de llorar.Mamá seguía insultando al abuelo. Me asomé con miedo a que me vieran. Quería hacer algo. Matar al abuelo. No yo, o sí, no lo sé. Quería que se muriera.Nunca sonríe. Se peina hacia atrás, y con los dos colmillos que le quedan de la parte de abajo, me recuerda a un drácula ridículo, siempre enfadado. De repente,la abuela me dio una colleja. Extendió la mano, y con el dedo índice me ordenaba que me fuese con mis hermanos. No la obedecí, claro. La abuela nunca hace nada sola y estaba sorprendido. En la mano izquierda llevaba un cinturón.Se puso detrás del abuelo. Yo me quedé asomado en el quicio de la puerta. Le rodeó el cuello con el cinturón. De pronto, los vecinos comenzaron a gritar.¡Callaros, coño!, ¡Como baje yo, te vas a enterar, viejo de mierda!, ¡Pues no es bueno que el viejo me tiene hasta los cojones!, ¡Mañana se va a enterar cuando lo pille! El abuelo parecía que iba a vomitar. Mamá dejó de gritar. Yo respiré. Mis hermanos callaron en el momento en el que el silencio se hizo. La abuela siguió así un rato. No sé cuánto. El abuelo se calmó. Cayó al suelo. De rodillas. La abuela le quitó el cinturón. Mamá le pegó una bofetada, tan fuertecomo las que nos da a nosotros cuando está muy enfadada, más todavía. Yo me fuí a la cama con mis hermanos
. Si mamá me llega a pillar en medio de aquella fiesta, me mata. Me tapé los ojos. Abracé a mis hermanos. Antes, mamá se abrazó a la abuela. Mamá lloraba. Parecía que yo era sordo porque no la oía, pero yo sé que lloraba. La curiosidad pudo más. Abrí los ojos. La abuela estaba sentada en una silla, en camisón. Mamá, en el suelo, apoyaba su cabeza en las piernas de la abuela. Así estuvieron un buen rato. La abuela le acariciaba el pelo. Nos dormimos. Me pregunto por qué María sigue jugando con el abuelo si le acaba de dar una torta en la cabeza.Ángel duerme. Ya no se despertará hasta que lleguemos a la parada en la que nos bajamos. Llorará. Por el sueño, supongo. Mamá le dará un zarandeo de los suyos.Le gritará. Yo miraré al fondo del autobús, para ver cómo reacciona la gente. En realidad cuando nos bajamos no paso vergüenza. Antes sí, la otra gente siempre nos mira. Al principio, cuando nos subimos en el autobús. Yo me siento, guardo silencio. Me concentro. Todas mis fuerzas piden que mis hermanos se estén quietos, que el abuelo no tenga que pegarles, que mamá no se ponga nerviosa,que a la abuela no se le caiga la baba, o se ponga a llorar. Un día, el abuelol le dio un tortazo a Ángel. Un hombre muy serio le dijo al abuelo que se merecía que lo denunciara a la policía. Por eso, el abuelo, o mamá, sólo nos pegan un poco cuando nos subimos al autobús en el centro, para que no les regañen.Los gritos sí, los gritos te los pegan en cualquier momento. Miro a otros niños que van con sus madres. Hablan bajito, incluso cuando la madre les va regañando. Siento envidia, o pena, no sé muy bien. No puedo dejar de mirarlos. Entonces me entran ganas de llorar, de llorar sin parar. Pero me aguanto. Siempre me aguanto. Juan dice que un día voy a reventar. Yo me quedo mirándolo. No sé por qué me quedo sin palabras cuando me dice esas cosas. Como cuando insiste en que estudie.Menos mal que convenció a mamá. Ahora, todas las tardes viene a por nosotros y nos lleva al aula de refuerzo. Allí, otros profesores diferentes a los de por la mañana, nos ayudan a hacer los deberes. Juan me ha prestado un libro suyo. Dice que es el primer libro que él se leyó en su vida, cuando tenía veinte años. Juan hizo también cosas malas cuando era más pequeño. Se salvó.Eso es lo que él me dice. Le pregunto qué hizo. Lo normal, me dice. Lo que hace todo el mundo por aquí, robar, pelearse, pelearse y robar. Unos viven de nosotros, los que te mandan robar y pelearte, y otros se niegan a que esto mejore. Y en momentos así, no sé qué tengo que decir. Juan se ríe y dice que pongo cara de mono. Lo abrazo. Él a mí. Fuerte, muy fuerte, con todas sus fuerzas. Lo sé. No le digo nada, pero lo sé. Creo que se abraza a sí mismo. El otro día le dije que me gustaban sus abrazos, pero que me diera un beso. Yo le doy muchos a Ángel, y a María cuando no me ve ninguno de mis amigos. Luego se meten conmigo si me ven besar a María. Que si estoy enamorado, que si soy marica. No me puedo juntar con ninguna niña. Se meten conmigo. Los profesores nos regañan, hacen juegos, como el pañuelo, o el quema, para que juguemos todos juntos, pero cuando no están, los niños con los niños y las niñas con las niñas. Juan me dio un beso. Le pedí que me abrazara al mismo tiempo. Me cogió en peso, me abrazó y me sopló un beso gigante. Me dejó la mejilla caliente. Me encantan los besos. Ángel y María, terminan llorando. Me da igual. Les hago cosquillas y dejan de llorar. Se ríen sin parar. Me piden que pare, me lo piden por favor.Entonces paro, pero enseguida me piden más. Hasta que llega mamá, o el abuelo,y me pegan por armar ruido. Me enfado mucho, los mando a la mierda, porque ellos siempre arman ruido, siempre gritan, siempre mandan. Leo en el baño y me siento en el váter.Ahora leo el libro de Juan, Robinson Crusoe. Es un naufrago. Vive sólo una isla. Ojalá tuviese un amigo como Viernes. Ojalá viviese en una isla, lejos de aquí. Me llevaría a Ángel y a María. Llamaría a Juan de vez en cuando.Visitaría a mamá. Vería por un agujero a la abuela y aparecería, cuando fuese mayor, en el momento en el que el abuelo llegase por la noche. En una isla. Con la profesora, Remedios.Es preciosa. Huele a golosina. Otros días como si hundieras la nariz en el migajón de una cuña de chocolate. Se ríe siempre. Los dientes son blancos como una hoja de papel. El pelo rizado, negro pero brillante. Mira mucho a Juan. Se quieren. Se lo pregunté a Juan. Me dijo que ella tenía novio. Se quieren, dice él, pero de otra manera. No es amor, me dijo. ¡Una mierda!, le respondí. Os queréis y ella no quiere a su novio tanto como a ti.Juan se enfadó y cortó la conversación. Es lo que hace cuando algo no le gusta,cuando nos regaña. Yo me doy cuenta y lo obedezco. A veces no le hago caso, pero no quiero hablar de eso. Una noche, papá llegó sangrando. Traía el pantalón rajado en el muslo.Mamá se puso a gritar, pero papá le pegó un bofetón tremendo. ¡Estás loca!, le decía. No quería que alguien se enterara. El abuelo le ató un pañuelo para cortar la sangre. Me puse a llorar, no podía dejar de llorar. Tenía miedo. Quería que aquello se acabara. Quería vivir en otro sitio. Quería que papá se muriera. No quería que papá se muriera. Gritaba. Juan me dijo al día siguiente que había tenido un ataque de pánico. Papá empezó a golpearme. Me pegó un tortazo en la cara, luego en la cabeza, pero no podía dejar de gritar. ¡Cabrón, qué te calles, cabrón!, me decía. Entonces cerró el puño y me golpeó en la barriga. No podía respirar. Creí que me iba a morir. Por la ventana se veían las luces azules de los coches de policía. Mamá me cogió por los pelos, ¡Cállate, coño,que se llevan a tu padre! El vecino de arriba llamó a la puerta. Subió a mi padre a su casa. Me cogió en brazos y me metió en el armario, con un pañuelo atado en la boca. Volví a gritar, sin gritar claro, hasta que me calmé. La policía entró en mi casa. Amenazó a nuestros vecinos. Se llamaron unos a otros.Todos salieron de sus casas, venían de los bloques de al lado. Me quité el pañuelo de la boca. Me asomé a la puerta de la casa de nuestro vecino. Uno delos policías, gigante, tenía miedo, la cara parecía un hueso seco. Los vecinos les gritaban, yo también me animé. Queríamos que se fueran, que nos dejaran en paz.Ningún vecino tocaba a los policías, sólo les gritábamos. ¡Marchaos! ¡Fuera!Uno de los policías sacó una pistola. Otro le ordenó que la guardara. Juntos éramos fuertes. Yo no tenía miedo. Era una sensación que me gustaba. Siempre tengo miedo. Miedo a que me peguen, miedo a que lo hagan en público, miedo a que papá vuelva, a que se vaya, a que mamá grite, a la madrugada cuando el abuelo llega a casa. Pero allí, no tenía miedo. Parecíamos esos negros de las películas que cantan en una iglesia. Me abalancé sobre el policía que había sacado la pistola. No sé por qué lo hice. Agarré la pistola y me metí el cañón en la boca. Era fuerte. Creía que si disparaba, no me pasaría nada. Era fuerte. Pero el miedo volvió. Todos se callaron. Todos nuestros vecinos se callaron. Dejaron de respirar. Yo miré al policía. Comencé a llorar. Él también. Otros policías lo agarraron de los brazos y lo sacaron de nuestro bloque. Esa noche hicimos una fiesta en la calle. Bajaron las guitarras. Hicimos una lumbre y bailamos toda la noche. Papá bailaba conmigo. Me sujetaba en brazos. Me gustaba. Parecía que volaba. Me daba besos. Todos nuestros vecinos.¡Valiente!, me decían. Al día siguiente, se llevaron a papá. Aparecieron tres furgonetas llenas de policías. Juan llegó corriendo. Mamá lloraba desconsolada. Ángel se cogió de la mano del abuelo. María de la que quedaba libre. Yo me agarré a Juan. Recordar aquello me pone triste. Ángel se acaba de despertar,protestando como siempre. No le gusta despertarse en el autobús. El abuelo le sube el pulgar por las patillas a Ángel. No entiende que haciéndole daño llorará más. ¡Es un niño, abuelo!, le digo. Mamá me cruza la cara. ¡Cállate,coño! Nos bajamos y nos vamos a casa.