Cómo has podido hacerme esto. Qué vergüenza. Canalla. Eso eres, un canalla. Esta tarde me ha llamado Silvia para decírmelo: Estoy contigo, lo siento. Me he quedado de piedra, no doy crédito. A estas alturas ya lo sabrá todo el mundo. Todos. Odioso grupo.
El ruido de los niños, ensordecedor, a pesar de estar en la habitación de los juegos, a pesar de la puerta cerrada de la biblioteca. Sofía, suelta el bolígrafo contra el diario y sube. Entra en la habitación. Se dirige hacia Carlos y la bofetada le desvía el rostro. Las niñas parecen congeladas por la reacción de la madre y, al instante, las coge por los hombros y las zarandea.
- ¡A callar he dicho! ¿Me oís? Ahora mismo cogéis vuestras cosas y os metéis en el baño. Cada uno a lo suyo. Y no quiero sentir ni una palabra más. La cena, en la cocina. Carlos la calentará en el microondas. Luego, a la cama. Creo que ha quedado claro, -mientras su hijo se muerde el labio para no llorar; cubre por los hombros a las pequeñas y las conduce a su habitación-.
Sofía, baja de nuevo a la biblioteca, pega un portazo y vuelve al diario. Se sienta y coge el bolígrafo pero de inmediato lo deja caer y llora desconsolada. Pasa un rato. Se seca las lágrimas y acude al mueble-bar, añade hielo al vaso, una rodaja de limón, y vierte un poco de ginebra.
De esta noche no pasa. Lo peor de todo no es que me seas infiel, ni que me engañes. Serás hijo de puta. Ni que te acuestes con Claudia, sino que ni siquiera te escondas. Tienes la suficiente inteligencia y dinero como para hacerlo a escondidas, para no tener que hacerme pasar por esta humillación. La verdad, no podía ser con otra. Siempre se retorcía demasiado mientras bailaba contigo, y más después de que, Armando, se marchara a Valencia. Qué listo ha sido. Ahí os quedáis todos. Los niños para Claudia y a vivir la vida. Un cabrón, Jacobo, eres un falso. Cómo odio tu grupo, tus amigos de facultad. Un viernes de cada mes, siempre lo mismo, la estúpida cena, los cantos cuando el alcohol rezuma, y luego la cocaína, como niños imbéciles. Ni un polvo que merezca la pena. Y lo más terrible, soportar a sus mujeres. Mis amigas…, menudas amigas. Conversaciones vacías. Dios mío, qué voy a decirle a mis padres. No dejes el banco, Sofía, no dejes el banco. No te cuesta nada echar unas horas, tienes libertad, tu suegro lo arreglará, los conoce a todos. Pero no, primero tus pacientes, tu investigación, tus congresos, tus malditos viajes. Un año, otro, y otro, todos los días iguales: Me visto, me pinto, acudo al encuentro, y de nuevo me encuentro con las mismas caras. Lo mejor es que si nos separamos no pasa nada, decía la maldita, Claudia. Se ha ido, contaba, se ha ido y me ha dejado los críos; y qué, tiene que mandar el suficiente dinero para mantenerlos, y yo no voy a bajar mi nivel de vida, se lo dejé bien claro: El que quiere una vida nueva tiene que pagarla, y él la va a pagar; yo ahora, ya veis, no doy explicaciones, mis compras, el gimnasio, citas con nuevos hombres, y a no pensar. Al principio, Claudia, lloraba. Tenía miedo. Una cree perder cosas, pero ahora lo veo todo diáfano: Unas sesiones de psicólogo y a gozarla. Y como siempre, después de tomar café nos vamos de tiendas, hasta que es mediodía y nos tomamos el aperitivo. Luego cada cual a su casa. Entretanto nos observamos, nos medimos: Los kilos de más, el pecho que se cae. Mierda y más mierda. Sólo mierda. Fantoches. Yo no vuelvo a casa de Pepa López, tiene la ropa cada vez más vulgar, y no sé, una busca exclusividad. Estás equivocada, mi amor, Pepa es muy exclusiva, y hasta el nombre, la marca, tiene su no sé qué, lo que ocurre es que está abriendo otros mercados, como el italiano. Ni siquiera saben de qué hablan. Todo es apariencia entre nosotras, entreverar la necedad con la sensación de estilo. Por modas, como ahora con la lectura. Desde que Rosa descubrió a Carmen Posadas, todas como moscas a leer, como tontas, como supuestas chicas en onda, pero la madurez está aquí con nosotras. No lo queremos ver, pero andamos más cerca de los cincuenta que otra cosa. Qué desastre de vida. Dios mío, no creo que pueda soportar los comentarios de las demás. Qué pensarán cuando, Claudia, me dirija la palabra, cuando nos vayamos las dos y se sienten todas a hablar de los tres. No va a suceder, por Dios; creerán que soy una ignorante, una imbécil. Podré ser una cornuda, pero necia, no, por ahí no paso. Qué fracaso, ahora que nos hemos mudado a esta casa nueva. Y qué vamos a hacer con la de Tarifa. Pero todo será de mis hijos, y mío. No señor, no estoy dispuesta. De esta noche no pasa.
Jacobo entró hace un rato. Ha subido a ver a los niños. Se le oye hablar con su hijo, Carlos. Luego baja y entra en la biblioteca.
- ¿Por qué le has dado una bofetada a Carlos?, -pregunta con cierto enfado-.
- Estaban armando un jaleo espantoso, querido. Espantoso, Jacobo. Me he puesto nerviosa y no he podido reprimirme. Además, no tengo ganas de hablar, -dice Sofía sin mirar a la cara de su marido mientras se sienta en el sofá y cruza las piernas al tiempo que un nuevo sorbo de ginebra recorre su garganta-.
- ¿Te ocurre algo?
- ¿Has cenado?
- Será mejor que no te pregunte. Mañana me lo cuentas, ¿te parece? Voy a subir a cambiarme que estoy hecho polvo.
- La muchacha ha dejado carne en salsa.
- No tengo apetito. ¿Tú has comido algo?, -mientras se acerca y besa a Sofía en la frente-.
Sofía, conforme se aleja su marido murmura algo entre dientes.
- ¿Decías algo nena?
- Que te cambies mientras yo voy calentando la cena. Ha sido un día muy largo para todos, y esta noche me quiero ir pronto a la cama.
El ruido de los niños, ensordecedor, a pesar de estar en la habitación de los juegos, a pesar de la puerta cerrada de la biblioteca. Sofía, suelta el bolígrafo contra el diario y sube. Entra en la habitación. Se dirige hacia Carlos y la bofetada le desvía el rostro. Las niñas parecen congeladas por la reacción de la madre y, al instante, las coge por los hombros y las zarandea.
- ¡A callar he dicho! ¿Me oís? Ahora mismo cogéis vuestras cosas y os metéis en el baño. Cada uno a lo suyo. Y no quiero sentir ni una palabra más. La cena, en la cocina. Carlos la calentará en el microondas. Luego, a la cama. Creo que ha quedado claro, -mientras su hijo se muerde el labio para no llorar; cubre por los hombros a las pequeñas y las conduce a su habitación-.
Sofía, baja de nuevo a la biblioteca, pega un portazo y vuelve al diario. Se sienta y coge el bolígrafo pero de inmediato lo deja caer y llora desconsolada. Pasa un rato. Se seca las lágrimas y acude al mueble-bar, añade hielo al vaso, una rodaja de limón, y vierte un poco de ginebra.
De esta noche no pasa. Lo peor de todo no es que me seas infiel, ni que me engañes. Serás hijo de puta. Ni que te acuestes con Claudia, sino que ni siquiera te escondas. Tienes la suficiente inteligencia y dinero como para hacerlo a escondidas, para no tener que hacerme pasar por esta humillación. La verdad, no podía ser con otra. Siempre se retorcía demasiado mientras bailaba contigo, y más después de que, Armando, se marchara a Valencia. Qué listo ha sido. Ahí os quedáis todos. Los niños para Claudia y a vivir la vida. Un cabrón, Jacobo, eres un falso. Cómo odio tu grupo, tus amigos de facultad. Un viernes de cada mes, siempre lo mismo, la estúpida cena, los cantos cuando el alcohol rezuma, y luego la cocaína, como niños imbéciles. Ni un polvo que merezca la pena. Y lo más terrible, soportar a sus mujeres. Mis amigas…, menudas amigas. Conversaciones vacías. Dios mío, qué voy a decirle a mis padres. No dejes el banco, Sofía, no dejes el banco. No te cuesta nada echar unas horas, tienes libertad, tu suegro lo arreglará, los conoce a todos. Pero no, primero tus pacientes, tu investigación, tus congresos, tus malditos viajes. Un año, otro, y otro, todos los días iguales: Me visto, me pinto, acudo al encuentro, y de nuevo me encuentro con las mismas caras. Lo mejor es que si nos separamos no pasa nada, decía la maldita, Claudia. Se ha ido, contaba, se ha ido y me ha dejado los críos; y qué, tiene que mandar el suficiente dinero para mantenerlos, y yo no voy a bajar mi nivel de vida, se lo dejé bien claro: El que quiere una vida nueva tiene que pagarla, y él la va a pagar; yo ahora, ya veis, no doy explicaciones, mis compras, el gimnasio, citas con nuevos hombres, y a no pensar. Al principio, Claudia, lloraba. Tenía miedo. Una cree perder cosas, pero ahora lo veo todo diáfano: Unas sesiones de psicólogo y a gozarla. Y como siempre, después de tomar café nos vamos de tiendas, hasta que es mediodía y nos tomamos el aperitivo. Luego cada cual a su casa. Entretanto nos observamos, nos medimos: Los kilos de más, el pecho que se cae. Mierda y más mierda. Sólo mierda. Fantoches. Yo no vuelvo a casa de Pepa López, tiene la ropa cada vez más vulgar, y no sé, una busca exclusividad. Estás equivocada, mi amor, Pepa es muy exclusiva, y hasta el nombre, la marca, tiene su no sé qué, lo que ocurre es que está abriendo otros mercados, como el italiano. Ni siquiera saben de qué hablan. Todo es apariencia entre nosotras, entreverar la necedad con la sensación de estilo. Por modas, como ahora con la lectura. Desde que Rosa descubrió a Carmen Posadas, todas como moscas a leer, como tontas, como supuestas chicas en onda, pero la madurez está aquí con nosotras. No lo queremos ver, pero andamos más cerca de los cincuenta que otra cosa. Qué desastre de vida. Dios mío, no creo que pueda soportar los comentarios de las demás. Qué pensarán cuando, Claudia, me dirija la palabra, cuando nos vayamos las dos y se sienten todas a hablar de los tres. No va a suceder, por Dios; creerán que soy una ignorante, una imbécil. Podré ser una cornuda, pero necia, no, por ahí no paso. Qué fracaso, ahora que nos hemos mudado a esta casa nueva. Y qué vamos a hacer con la de Tarifa. Pero todo será de mis hijos, y mío. No señor, no estoy dispuesta. De esta noche no pasa.
Jacobo entró hace un rato. Ha subido a ver a los niños. Se le oye hablar con su hijo, Carlos. Luego baja y entra en la biblioteca.
- ¿Por qué le has dado una bofetada a Carlos?, -pregunta con cierto enfado-.
- Estaban armando un jaleo espantoso, querido. Espantoso, Jacobo. Me he puesto nerviosa y no he podido reprimirme. Además, no tengo ganas de hablar, -dice Sofía sin mirar a la cara de su marido mientras se sienta en el sofá y cruza las piernas al tiempo que un nuevo sorbo de ginebra recorre su garganta-.
- ¿Te ocurre algo?
- ¿Has cenado?
- Será mejor que no te pregunte. Mañana me lo cuentas, ¿te parece? Voy a subir a cambiarme que estoy hecho polvo.
- La muchacha ha dejado carne en salsa.
- No tengo apetito. ¿Tú has comido algo?, -mientras se acerca y besa a Sofía en la frente-.
Sofía, conforme se aleja su marido murmura algo entre dientes.
- ¿Decías algo nena?
- Que te cambies mientras yo voy calentando la cena. Ha sido un día muy largo para todos, y esta noche me quiero ir pronto a la cama.
El amor indisociable del deseo que tanto hace sufrir a los amantes no correspondidos y que tan sutilmente suelen llevar los amados.Todo eso mezclado con un poco de costumbrismo del siglo XXI. Y Una empatiza con el personaje(Sofía). Un día, Migue,escribes un cuento donde el ultrajado sea él, por favor, para salir del tópico:)). Me ha gustado. Saludos. Cuca.
ResponderEliminarLo prometo. Un abrazo, Cuca.
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