viernes, 5 de marzo de 2010

El ayer es el mañana

Puede que ayer estuviese en la cama. No me acuerdo. La verdad es que no me acuerdo de nada, doctor. Por eso he decidido escribirle esta carta. Usted sabe que soy mayor, que los pies responden lentamente, exactamente igual que mi cabeza o que los dedos que sostienen esta pluma que se desliza lentamente por el papel. Usted dice que es normal que no recuerde lo que hice ayer y, en cambio, sí que puedo tener recuerdos de cuando era pequeño. El caso es que hasta cuando duermo, si es que duermo, yo soy este viejo que ahora le escribe. En la vida uno es muchas cosas, usted sabe. Cada día puedo verlo desde mi ventana: Uno es un bebé al que amamantan, luego un niño que arma jaleo en la casa, en el colegio, en la calle. Después; en fin, usted sabe, lo normal, la vida. En cambio, yo siempre he tenido la misma edad. Siempre fui una persona mayor. No recuerdo ni lo que hice ayer ni mi infancia si es que la tuve. No tengo una imagen siquiera fugaz de mis padres, de mis hermanos, de mi mujer, ¿de mis hijos? Ya sé que usted no da crédito a lo que le cuento. Lo sé, pero no por ello deja de ser veraz lo que le escribo.

A veces, en mitad de la noche, cuando el ruido de los coches se calma y la carretera parece una senda dibujada por un infante burlón, creo que existen olores, sabores, voces familiares que quiero identificar con el pasado. Luego, nada. Y cuando digo nada, quiero decir, nada. Nada salvo esta carta, salvo este pensamiento que plasmo. Por eso, quizá, he decidido escribirle. Es, como si dijésemos, una prueba para comprender qué es el pasado. Vivo doctor, un presente continuado: Esta carta, estas letras. Sé que estoy vivo, así que estoy seguro que luego tendré que comer, tendré que sentarme delante del televisor para ver las horas pasar. Sé que ayer me afeité porque hoy no tengo barba. Sin embargo, busco; busco dentro de mí para intentar hallar el momento en el que me puse delante del espejo, en el que me embadurné la cara con la brocha cremada, en el que dejé deslizar la cuchilla por la mejilla, por el cuello. Pero nada. Nada, doctor.

Usted dice que yo soy un impostor, que le miento. Me ha hecho mil pruebas, como usted me recuerda en el último informe que tengo aquí delante y que me remitió el pasado día 27 de noviembre. Y nada. Cierto doctor: nada.

Pero usted sabe que no le escribiría para relatarle lo que parece que usted ya sabe: No tengo pasado porque no lo recuerdo, porque no tengo ni el menor de los recuerdos. Le escribo porque esta mañana, ahora, justo antes de ponerme a escribirle, he recordado que me levanté de la cama. Miré por la ventana y saboreé el olor húmedo del día, el frescor del asfalto mojado, el repiqueteo de las gotas de lluvia sobre la baranda de mi balcón. Y lo que es más espeluznante, -en un sentido positivo, quiero decir-, sé que soñé quién fui en el pasado. No todo el tiempo, quiero decir, no me contemplé en evolución, sino que soñé quién fui yo cuando tenía 18 años y, esa sensación, ha sido tan potente que, en mi alma, sentí que esa imagen marcó el resto de mi vida y truncó mi pasado, mi futuro, este presente eterno. Recuerdo que en el sueño le contaba a alguien desconocido que tenía 18 años y que había nacido en Grecia. Quiero creer en ese sueño, doctor. Por eso le escribo. Necesito saber qué opinión le merece mi sueño. Usted, en su informe me cuenta todo lo que ha podido averiguar sobre mí, sobre mi identidad, según me ha escrito en diferentes informes que ahora mismo están esparcidos por la mesa en la que compongo esta carta. Papeles, partida de nacimiento, pasaporte. Usted me escribe que nací en Polonia en el año 1920. Sin embargo, esta mañana he sentido con tal intensidad que era un joven griego que le hablaba a un desconocido sobre mí. Hablaba en griego, mi pelo era griego, mi olor era griego, el paisaje era griego. No sé, doctor, estoy hecho un lío. La muerte está próxima. A ella sí que puedo olerla con total certeza, como ese olor griego que me ha inundado de pasado. Pasado fugaz, pero pasado a fin de cuentas. Sé que el mañana es para los jóvenes que pasean por la acera que contemplo desde mi ventana, como una pareja que, arrobada, camina de la mano cargada de mañana. Y yo, que no tengo más que este presente, necesito dejarle testimonio del recuerdo puntual que he tenido. Porque no era sólo un sueño. Me niego a pensar que ha sido una fantasía. Bien sabe usted que yo no fantaseo con mi identidad. Puede que piense que deliro. Puede ser. Pero ahora, mientras escribo, algunas palabras tienen un sabor pasado. Nunca antes me había sucedido. Al menos no lo recuerdo. Pero este sabor, en cambio, es vívido, limpio, como si se quedara flotando en mi cabeza y se alojara para siempre. Para siempre, doctor. Todo lo eterno está hecho a base de pasado, y es tan grato el sabor de ciertas palabras. Perdone que divague, mi divagación constante siempre fue tan improductiva. Sólo existe la interrogación de quién soy, con eso me basta, con tres hilos sueltos, tres vivencias que pongan rostro al nombre de los padres que usted me ha mostrado a través de mi registro de nacimiento. Algo más que mi nombre legal, la fecha de nacimiento o los títulos académicos que me otorgaron. En el sueño, doctor, yo era un soldado, un soldado griego apostado en unas rocas rodeado de gente asustada. Un soldado que tenía miedo a la vida y a la muerte. Miedo, doctor, miedo porque se me truncaba el futuro; miedo porque la muerte suponía abandonar aquel escenario bélico terrible, porque la muerte era la paz que me haría escapar de aquel sufrimiento, de ese momento en el que matas o te matan. Aparecía también... Disculpe, el teléfono suena. Vuelvo en seguida.

Releo esta carta, las últimas líneas y le he dicho que fui un soldado en un sueño. Pero el sueño se ha esfumado por la ventana, se ha unido al pasado incierto, a la falta de sintonía de esta memoria mía tan ingrata. Todo es un círculo que no encuentra dirección contraria, sin atisbo de una fractura que me lleve a saber quién he sido.

Un soldado de la Gran Guerra, un soldado que nació en Grecia por más que usted diga que nací en Barcelona. Un soldado sin pasado que mató a otros hombres con sus manos. Un soldado que, al contemplar ahora un mapamundi siempre centra su atención en Grecia. Yo, un soldado que nació en Grecia, no en Polonia. Un soldado que debió dejar su pasado en una roca, apostado con su fusil en mano a la espera de que la muerte lo encontrara. Al final, tuvo mala suerte y vivió tantos años como ahora tengo. Tantos años en los que la nada es la única esencia que me acompañará bajo tierra. Solo, sin nadie para recomponer mi destino. Porque doctor, el destino existe si se tiene pasado. Basta con mirar atrás para comprender que se ha vivido una vida marcada por el destino prefijado. Quizá mi destino fuese morir solo, sin nadie. Si ese ha sido mi destino, hubiese sido mejor morir apostado tras una roca en un campo ruinoso de piedras que estallaban por los aires. Buenas tardes, doctor. Como pone en la citación que ahora leo, espero su visita en mi domicilio el próximo día 1 de marzo.