Las manos ateridas, y los pies y el rostro. El botones subió las maletas mientras la pareja se registraba en recepción; después cogieron el ascensor para dirigirse a su habitación. Pablo quería evitar más discusiones y pensó que lo mejor sería darse un baño caliente, intentar desentumecer los dedos, despejar su cabeza de reproches, desasirse de la sensación de culpabilidad que le inundaba desde que montaron en el avión. Sin embargo, Marta, apoyadas las manos en el radiador de la calefacción, seguía con sus reproches. Estaba ya harto del tema del niño; fue un aborto natural, no había duda. Cómo se le podía cruzar por la cabeza que él diera a su hijo en adopción por la situación en que Marta se encontraba; no podría vivir por el remordimiento, tomar una decisión tan trascendente sin contar con su mujer. Quizá debió prever que en enero se podría presentar un temporal en Los Alpes; pero quién iba a pensar que la nieve cayera y cayera sin parar. El día era opaco, no se veía más allá de los propios pasos y, con ese tiempo, no tendrían posibilidad de esquiar, ni de pasear, ni de olvidarse de nada si debían estar encerrados entre las paredes de la habitación. Pablo, sintió haber hecho caso al psiquiatra cuando les sugirió el viaje; hubiese bastado con Los Pirineos, incluso con Sierra Nevada; ellos, que eran de Málaga, sólo necesitaban escapar de la templanza de su tierra. Claro, él también estaba enfadado, también quería expresarlo, también sintió miedo en el coche hasta llegar al hotel; quedar atrapados en mitad de aquella nada espesa y gélida; la carretera helada entre aquellas montañas que ni siquiera podían ver pero que ellos adivinaban como si crecieran hasta conseguir envolverlos. Le hubiese gustado decirle a su mujer, -si Marta callara, si parase de agredirlo-, que Suiza no era España, que era un país preparado y acostumbrado a las nevadas, incluso a un temporal tan agresivo y desconocido para ellos; no tenía fuerzas; Marta, no callaría, lo amonestaría sin fin cada vez que él buscara palabras de consuelo. Ojalá estuvieran en Los Pirineos o en Sierra Nevada; encima no habría gastado tanto dinero en el viaje a Los Alpes; era un lujo para el sueldo de un maestro; si al menos Marta trabajara, pero desde que la conoció nunca lo había hecho, no pudo; las crisis fueron constantes, las depresiones, ese estar en el límite, la escapada, la huida y el regreso de quién sabe qué extraño lugar; incluso la madre de Marta le previno; la esquizofrenia no se curaría con amor, todo sería muy difícil entre ellos. Pero, Pablo, la amaba, amó a Marta desde que eran niños, desde que él y sus padres llegaron a la ciudad y se instalaron en aquel bajo comercial para montar una panadería; se cruzaba con Marta a diario, hasta que sus juegos labraron el amor que ya nunca le abandonaría; sí, la quería, la quería como a sí mismo, pese a las dificultades, pese a las visitas al psiquiatra, pese a sus fugas y sus retornos.
Mientras se secaba el cuerpo, Pablo, tocó el radiador de la calefacción, notó que había dejado de estar tan caliente y la sensación de frío volvió de repente. Escuchaba a Marta hablar por teléfono; gritaba a quien estuviese al otro lado que el frío la iba a matar. Se habían quedado sin calefacción. Pablo buscó nuevas palabras, buscó como quien avanza a cuchilladas por la selva, pero sólo acertó a ponerse la ropa para bajar a recepción. Marta, más excitada si cabía, no paraba de recriminarle dónde la había traído, dónde estaba su hijo, y sus pastillas. Pablo, se paró delante de Marta mientras ella le gritaba; sintió que sus palabras parecían flotar, que se convertían en un vaho espeso; Pablo, exhausto, respiraba con dificultad como si hubiese subido a una cima helada, y su respiración provocaba en el ambiente un vaho blanco. El frío, insoportable, le hacía sentir que iba a perder el control sin remedio; y encima no paraba de nevar, nunca había contemplado una nevada tan agresiva.
No tardó en subir de nuevo a la habitación; enseguida vendrían los de mantenimiento y traerían aparatos eléctricos para calentar la habitación; por lo menos el frío pasaría allí dentro. Marta, sugirió él, podía tomar también un baño caliente y prepararse para la cena; a las seis, anunció, Pablo; ella, iracunda; en su vida cenó tan temprano, qué ocurriría a las doce, qué comerían entonces.
Pablo se marchó de la habitación para no discutir; bajó al bar, y pidió una cerveza. El camarero la dejó sobre el posavasos, mientras una escarcha gruesa resbalaba por el vaso; lentamente se precipitaba hasta el fondo. Los dedos, al agarrar el vaso, se le habían vuelto a entumecer. Por la ventana, copos inmensos caían; una ráfaga de viento los hacía estallar ocasionalmente en las ventanas; cada vez de forma más insistente; parecían piedras; una roca esta vez, un impacto seco contra el cristal que alertó a todos los presentes hasta entonces ajenos; un choque que apenas duró un segundo, pero a Pablo se le grabó en las sienes, un golpe que desintegró aquella roca de nieve en miles de agujas de hielo que le punzaban las sienes y, entonces, sintió un radial escalofrío que le provocó un pánico lacerante porque por primera vez en su vida pensó en la muerte de Marta.
Cuento elaborado el 28 de diciembre de 2005
domingo, 8 de noviembre de 2009
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