miércoles, 25 de agosto de 2010

Desprenderse


Bajaste la calle recogiendo el aire hasta que me viste y el semblante se te dulcificó como quien contempla a un niño. ¿Acaso tú no lo fuiste siempre? Para tu madre un ser a quien cobijar y proteger, como un manto sedoso que invita a una caricia eterna.
Cuando me diste alcance, al abrazarte, volví a sentir que me encontraba con alguien bueno, alguien concebido para el abrigo. Te solté y, al mirarte a la cara, te di la noticia esperada: Por fin podíais volver a casa después de más de tres años de realojo. Entonces, los ojos se te inundaron y me diste las gracias por haberos defendido todos estos años. Unos años muy difíciles, dijiste. Yo asentí. Claro que fueron años duros. La vida, te dije ese día, cambia más a menudo de lo que creemos y, a veces, cuando más falta nos hace. Sonreíste y rodeándome con tu poderoso brazo me invitaste a seguir caminando para poder conversar acerca de todos los pormenores de la vuelta. Te pregunté por tu madre y, como siempre que la nombraba, dibujaste un rostro sereno, cargado de amor: Bien, mi madre está bien, trabajando mucho, a todas horas, cuidando niños, limpiando casas de gente bien situada, como tú, José Carlos. Y con esas últimas palabras, dulce ironía, me invitaste a entrar en una cafetería. Fue entonces, con el cambio de luz, cuando te noté cansado. Cansado y enfermo, me respondiste. Ese día me lo contaste, pese a que yo, el abogado perspicaz, creía haberlo descubierto todo de vosotros, conoceros como me conozco a mí mismo.
Siempre me persiguieron tus primeras palabras: ¿Sabes, José Carlos?, me muero lentamente y tengo miedo, mucho miedo. Sobre todo por mi madre. Y por mí, cómo no. Creo que el miedo es, sobre todo, por uno mismo. Llevo tres meses pensando y pensando, dándole vueltas a ese momento en el que se deja de respirar. ¿Lo has pensado alguna vez, José Carlos? A mí me golpea fuerte.
Puede parecer mentira, pero esa noche, al volver a casa, valoré la muerte seriamente. Horrorizado, descubrí que, hasta ese momento, yo siempre me había sentido eterno, como cuando uno es un niño. El miedo me inundó y, sólo entonces, me acerqué tímido a tu pesadumbre, Manuel. Pensé en lo que dejabas y, de ahí, analicé lo que yo tenía y había tenido a lo largo de mi vida. ¿Mujeres que pasaron como pasa un autobús urbano de recorrido circular, todas iguales y previsibles?, ¿dinero, buenas maneras? Nada de eso tenía que ver con vosotros. Quizá por eso acepté vuestro caso.
La primera vez que os conocí, tu madre llegó al despacho sola. Mi secretaria entró y me puso en aviso: Gente de poco dinero, José Carlos. Que pasara, dije plomizo. Ella se negó, prefería esperarte. Cuando entrasteis os escudriñé desganado, pero desde el primer instante en el que comenzó a hablar, tu madre se apoderó de mí: Buenas tardes. Estamos aquí porque mi marido quiere matarnos. Estupefacto, me preguntaba acerca de su procedencia. Su castellano era bueno, pero el acento era extraño. Ella me intuyó y aclaró mis dudas: Nací en Lisboa. De joven vendimié en Francia y conocí al padre de Manuel. Desde entonces, sólo hemos sufrido. Sobre todo yo si hablamos físicamente, pero ambos, dijo señalándote, hemos padecido humillaciones. Mi intención siempre fue la de soportar, pero ahora todo es distinto. Su padre juega a las cartas, cada noche, sin perdonar una siquiera, apostándose todo lo que tiene, y que es bien poco, dicho sea de paso. La verdad es que he tenido que hacer cosas de las que otras mujeres se avergonzarían para salvar algunos bienes. Pero ya le digo, va a entrar en prisión en unos días y tenemos otro problema más grave. Vivimos en una casa muy antigua, hecha añicos. Ya vendrá a verla. El dueño quiere echarnos. Mi marido le ha firmado un documento permitiendo que hagan las obras. Tenemos un contrato indefinido y temo que nos quedemos en la calle. Yo le he dicho a mi marido que ni Manuel ni yo vamos a dejar la casa. Esa es la razón por la que quiere matarnos. Una noche, hace un año, perdió seis mil euros a las cartas. Lo estaban acosando y no tuvo otra idea que hablar con un vecino nuestro, mala gente, ¿sabe usted? Intentaron robar en un supermercado y los cogieron. Antes hicieron ruido. Quizá lo leyera en los periódicos; uno de los rehenes era el hijo de un inspector de policía. No paran de hacernos preguntas, buscando aquí y allá para aumentarle la pena porque supongo que así son las cosas. Pero ese, como le he dicho antes, es su problema. El nuestro tiene que ver con la casa, con Manuel y conmigo.
Me quedé con el caso. Lo suplicaste, pero no hacía falta porque me dejé atrapar, y no tanto por vuestra historia, al fin y al cabo tan parecida a otras, si no por los detalles: La voz de tu madre, su acento, su entereza, su inteligencia. Yo estaba hechizado y sólo con el transcurso de estos meses fui entendiendo lo que me pasaba.
Entonces, Manuel, tenías diecisiete años y tu madre cincuenta. Eras un chico muy alto, delgado, de nariz chata y ojos avispados. Tu madre tenía el pelo corto y sus proporciones eran asimétricas. Unos pies anchos, los brazos caídos y derrotados, el tronco enjuto, unas piernas arqueadas levemente, pero con unos ojos verdes acaramelados cargados de una transparencia abrumadora.
Como cualquier madre, quería que estudiaras por encima de todas las cosas, que nada de lo que ocurría afectara esa intención. Podía verte llorar, ella te consolaría; os costaría llegar a fin de mes, no tendría importancia, ella trabajaría más horas. Sin embargo, tenías tus propios planes. Para contentar a tu madre, terminaste la formación profesional, pero desde el primer momento lo compaginaste trabajando una zapatería deportiva porque tú querías soportar la carga de los gastos que el juicio provocaba. Ella siempre albergó dudas sobre la victoria. Todo lo contrario que tú.
Denunciamos al propietario por coacciones a los inquilinos. Éste perdió los nervios desde el principio. Era un hombre impulsivo y caía ante cada una de mis provocaciones. Tan torpe como avaro, no entendía que la lógica cotidiana poco tiene que ver con la lógica del Derecho. Nunca aceptó que gente pobre tuviera un abogado, y menos que el abogado no fuese de oficio y mostrara interés por un caso como ese. El juez, al final del proceso, sentenció la permanencia de los inquilinos después de las obras del edificio manteniendo las condiciones contractuales, obligando al propietario a correr con los costes de realojo.
Durante estos años, Manuel, acudías a última hora de la tarde a mi despacho. Las primeras veces le solicitabas a mi secretaria verme. Con el paso de los días, si no estaba reunido con algún cliente, llegabas y te sentabas en mi despacho. Yo me había acostumbrado a tu compañía. Actuabas como un estratega que calibra el tiempo, como un diplomático en una tensa reunión. Primero, la cortesía a través de una pregunta cotidiana, familiar. Luego, entrabas de lleno en lo profundo, y me recordabas a un alumno ávido ante un profesor sabio, pero yo no tenía nada que decir y me retrepaba en mi asiento: ¿Eres feliz, José Carlos? Yo no lo sé, de verdad que no tengo ni idea. Mi madre dice que la felicidad la visita cuando me toca el pelo, o cuando me ve cenar. ¿Tú crees que tiene razón? Si uno tiene un padre como el mío, un hombre que nunca te ha mirado a los ojos cuando habla, ¿puede uno ser feliz, José Carlos?
No dabas tregua y por eso creo que me enganchaste. Por eso y porque, curiosamente, nunca había hablado de estas cosas con nadie. En el fondo yo era un solitario, un abogado de éxito que ante ti y fuera de las salas de los juzgados podía contemplarme perdido. Sin tu madre y, sobre todo, sin ti, sin esa frescura y esa franqueza, no me habría enfrentado jamás a mí mismo, no habría indagado en lo más puro. Recuerdo la tarde en que llegaste y me comunicaste la muerte de tu padre: Ha muerto como ha vivido, me dijiste. Le dio un infarto en mitad de un partido de fútbol que jugaba contra los funcionarios de la prisión. Antes de morir llamó al guardameta de su equipo y compañero de celda. Cuando se acercó, le dijo: La deuda te la pagaré en el infierno. En cambio, tú creías que tu madre hubiese aguardado a que estuvieras delante antes de morirse, y sus últimas palabras serían un nuevo horizonte para que te pudieses enfrentar a la vida: No te olvides nunca de pedir lo que necesitas. Yo sé que no existe Dios, dijiste, pero, ¿acaso mi madre no se comporta como tal?
Después de ti, el silencio: Mi entrañable amigo, bajaste la calle recogiendo el aire, como aquella tarde de sábado en la que te comuniqué que la sentencia había sido favorable, aquel día en el que la alegría se quedó sentada a nuestro lado en una silla vacía. Tal vez nos volvamos a ver.