Azul. Así era la puerta. Azul como las barras del puente de París en el que se detenía cada día a la vuelta del colegio. Eso nos parecía, que se encontraba en una nave espacial, en un barco que surcaba el asfalto azul como las barras del puente que atravesaba en busca de aquellas manos inexpertas que acariciaban su pecho azul recién parido y que una noche vimos entre las hojas del libro de cocina de la abuela. Azul como las barras del puente por el que paseaba después del dolor por la pérdida de su padre.
Lucrecia vivió en tres ciudades diferentes hasta que se instaló con nosotros cuando tenía ocho años. Al principio ni nos enterábamos ni nos interesaban las conversaciones de los mayores, pero después sí, cuando la tía Elena, relataba cada noche, protegida por dos grandes cirios que parecían enmarcarla y su silueta ondeaba en el comedor en función de la corriente que generaba el movimiento de sus brazos, la historia de su matrimonio con el tío Antonio. Mientras tanto, Lucrecia, parecía ausentarse del mundo, sentada en una silla frente a la puerta azul, siempre esperando a su padre. Era como si entrara en trance justo en el momento en el que, por alguna razón que desconocíamos, la tía Elena, comenzaba a contar su vida matrimonial, cinco minutos antes de las diez, momento en el que los puños golpeaban la puerta azul y las vecinas se sentaban junto a mamá, la abuela y la propia tía Elena. Entonces nos mandaban a la cama, pero nosotros nos quedábamos pegados a la puerta del dormitorio para escuchar una narración que nos envolvía porque, en realidad, la tía Elena, contaba un cuento, siempre el mismo, siempre enigmático, como la noche en la que vio menguar a su marido frente al último cuadro que realizó antes de terminar postrado en una cama retorciéndose por la cirrosis. Ese día supo que los cuadros de su marido habían superado los límites de su arte. Por eso, cuando el tío murió, la tía Elena, decidió volver con Lucrecia, harta de buscar junto al tío esencias, a casa de la abuela, con nosotros y nuestra madre, en aquel tiempo en el que todos los hombres habían muerto en una estúpida guerra. Sin embargo, la tía Elena, hablaba de él cada noche y para nosotros era como el padre que nunca habíamos conocido. La abuela lo había criado después de que a sus padres se los llevaran de paseo los nacionales. La abuela lo crió como un hijo; la tía Elena, decía que la abuela fue quien le traspasó el poder que ella tenía en sus manos para curar, y esa era la razón por la que el tío Antonio se convirtió en un gran pintor en el exilio.
En cambio, Lucrecia, parecía no interesarse por la historia que la tía Elena, reinventaba cada noche hasta bien entrada la madrugada. Lucrecia, únicamente se sentaba frente a la puerta azul de la casa, obsesionada. Y una noche, mientras espiábamos desde nuestra habitación, todas las vecinas ya alrededor del fuego, unos nudillos golpearon a la puerta. Lucrecia, salió corriendo para abrir, pero antes giró su cabeza buscando a la tía Elena, para decirle que había llegado la hora, que todo iba a suceder tal y como nuestra prima había pronosticado. Abrió la puerta y, por un instante, hubiésemos querido estar muertos ya que el tío Antonio, vestido completamente de azul, le abría los brazos a su hija para recibirla. El tío saludó y ambos atravesaron el quicio de la puerta azul. Por qué nos habían mentido, preguntamos indignados. Nadie contestó. Buscamos entonces a Lucrecia desde la ventana del dormitorio, pero los trazos celestes del cielo no lograron apaciguar nuestras almas doloridas ante su ausencia.
El resto del día transcurrió con un aire tan circunspecto como nuestro asombro, en silencio.
Cuando terminamos de cenar centramos la atención en la puerta azul. Una puerta como otra cualquiera, una puerta para protegernos, una puerta para los nudillos ajenos de las vecinas. La puerta por la que apareció el tío Antonio, llevándose a Lucrecia. No obstante, por qué una puerta azul en estas tierras del interior, secas y de frío afilado. La tierra ocre, las fachadas encaladas, pero nuestra casa... Sin duda aquella puerta azul nos comenzó a dejar embobados al contemplarla, sus vetas, el azul siguiéndolas sinuosamente. Entonces, como cada noche, las vecinas llegaron. Mamá nos mandó a la cama, y resistimos hasta que la tía Elena lo ordenó, podríamos jurarlo, con los labios sellados. Asustados, salimos disparados hacia la cama y cerramos la puerta del dormitorio. Algo extraño pasaba, aquella noche la tranquilidad de las conversaciones nocturnas se había esfumado y un parapeto espeso se instaló entre aquellas mujeres y nosotros tras la marcha de Lucrecia, tras la mentira de la muerte de un hombre que fue nuestro padre.
Sin embargo, vencimos al sueño y nos turnamos para averiguar lo que estaba ocurriendo.
La tía Elena, quiso hablar, pero la abuela la calló. Las cosas, dijo, no tienen siempre una explicación, en realidad, no sé a qué viene tanto extrañamiento, nunca nos fuimos aunque nunca volveremos; la inspiración no existe, -continuó la abuela-, pero debe buscarse, a fuerza de trabajo, hasta que, sin darte cuenta, aparece; entonces, todo cambia, el arrebato se parece a la tormenta cargada de granizo, y la calma, en sus postrimerías, es la razón sublime de nuestra existencia.
El hogar estaba iluminado por la fuerza sinuosa de las llamas. La tía Elena, encendió una vela y, con los ojos cerrados, intentó hallar asidero, pero se tambaleó y la abuela tuvo que ayudarla a sentarse. Luego, le contestó: Busco la generación, madre, e imploro existir, tengo derecho. Vana petición, respondió la abuela; esto es un juego al arbitrio de otro.
¿Acaso quieres hacernos creer que Lucrecia no partió anoche con Antonio?, inquirió la tía Elena, ¿y tú, mi hermana, los niños, acaso no están ellos en la habitación durmiendo? Bien sabes la respuesta, contestó parcamente la abuela. Después siguió protestando y nosotros comenzamos a sentir el frío de la fiebre. Toda una vida, la vuestra, dijo al fin la abuela, vista por los ojos de Lucrecia; es su voluntad, forjada por vosotros, qué duda cabe, pero su voluntad a fin de cuentas, y sólo somos huella; en cuanto a la tía, tú siempre deseaste una hermana y ella primos con quiénes jugar, pero tu abuelo murió demasiado pronto, así que de sobra sabes que nunca existieron; fue, Antonio, pese a su temprana muerte, ahíto de pinceladas cruentas e imposibles, el que la impulsó a tomar el pincel, antes de que todo acabara, y ella fue su motor, su más fiel seguidora, vosotros, tú, Elena, la locura de sus cuadros intimistas, lóbregos, tristes en un quejido tan potente como un alud, una madre en explosión de colores de vanguardia que anuncian la vida gracias a la pérdida de sus padres; Lucrecia está ahí fuera, sigue forjando vuestra existencia, a veces de forma críptica, otras a trazos rabiosos de un azul violento.
Entonces protestamos, pero la abuela pareció envolvernos y nos llevó ante una de las ventanas de la casa y, a través de ella, vimos nuestros rostros desfigurados; no eran más que manchas de color que, vistas a cierta distancia, nos otorgaban una identidad nítida; luego, nos sentamos en el suelo de la calle dándole la espalda a la puerta azul. En ese momento, escuchamos pasos fuera, susurros, parecía el canto de un coro lejano, como si se tratase de la voz de la tía Elena dentro de nosotros mismos. De pie, delante de la puerta azul, éramos contemplados por cientos de miradas ajenas que se acercaban y alejaban sin ningún sentido, que acreditaban nuestra existencia, que violaban nuestra intimidad. A la izquierda de la sala por la que circulaban aquellos desconocidos la abuela leyó: Biografías, por Antonio García, 1940-1974 y Lucrecia García, 1967-.
martes, 12 de enero de 2010
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