domingo, 23 de agosto de 2009

La pensión en la ciudad

Todos creyeron que aquello pasaría pronto. Sin embargo, han transcurrido cinco años desde que salimos de la ciudad y todavía no he vuelto. Al menos eso creo. Recuerdo la puerta de casa, a mamá y los demás despidiéndonos entre risas como quien dice por cumplir, pero yo sabía que no volvería. Y no porque odiase la ciudad o porque tener lejos a la familia fuese algo prioritario. Simplemente, en un momento determinado de nuestra vida, sentimos que debíamos abandonarlo todo. Eso era al menos lo que creía que nos ocurriría a las dos. Así que arrancamos el coche, levantamos la mano para decir adiós y pasamos las dos siguientes horas sin decirnos una palabra. El silencio se interrumpía por el llanto entrecortado de Victoria. Yo, en fin, conducía con la garganta anudada hasta que paré en una estación de servicio y en el baño solté toda la rabia que sentía. Lloré como un adolescente al que nadie entiende tal vez porque ni siquiera él mismo es capaz de comprender qué pasa por su pecho, de dónde procede el desaliento, la pena. Sólo cuando fui capaz de no llorar más, me lavé la cara y me metí en el coche. Victoria, no preguntó. De modo que seguimos nuestro camino.
Dicen por ahí, no sé de dónde me viene, que hay que estar lejos para echar de menos lo que se tiene. En realidad, Victoria y yo echábamos de menos nuestra ciudad desde hacía meses, antes ni siquiera de plantearnos marchar.
Cuando llegamos al lugar en el que nos íbamos a instalar, paramos el coche en la puerta del mismo portal donde viviríamos. Poco a poco, acomodamos la vivienda y en menos de un mes aquello podía pasar por un hogar. Junto a nosotros vivía una chica joven con aspecto infantil. Una noche llamó a la puerta. Victoria me miró, quizá por vez primera desde que habíamos llegado, pero de inmediato fijó la vista en el televisor como si el timbre no fuese con ella. De modo que me levanté y abrí. Buenas noches, soy vuestra vecina. Yo asentí con la cabeza porque sospeché que si no contestaba de algún modo ella no iba a continuar. Aquella chica estaba pasmada, quieta con la mano derecha apoyada en el marco de la puerta. ¿Quieres sal?, pregunté mientras le sonreía, más que nada para ver si de ese modo se animaba y me hablaba. Después, abrí más la puerta y la invité a entrar. Ella siguió parada y yo la empujé con delicadeza para ayudarla. Victoria apagó la televisión y por segunda vez en algo más de un mes volvió a mirarme. No sabría decir si estaba extrañada o enfadada. Sólo se levantó y ayudó a la vecina a que se sentara. Victoria se puso a su lado y la acurrucó entre sus brazos. Ambas lloraban. De pronto, la señal del horno me llevó a la cocina y tuve que dejar la escena de estas dos mujeres tan desconocidas para mí en ese momento. El pollo se había achicharrado. De las manzanas y la verdura quedaba una masa diluida que, cuando intenté calzarlas con la cuchara, se desintegró. Cogí un cuchillo y un tenedor para quitar las costras quemadas e intentar salvar la cena. Me pareció un milagro que debajo de aquellas capas quedase todavía algo de carne comestible. Fui echándola en tres platos y en otro corté un tomate, cebolla y atún e hice una ensalada. Entré al comedor con todo en una bandeja y no había rastro ni de Victoria ni de la vecina. Dejé la bandeja sobre la mesa y llamé a Victoria. Entré en el baño y busqué en el único dormitorio que teníamos, pero ellas no habían dejado huella. Un poco cabreada conseguí por fin relajarme y pensé que quizá la vecina necesitaba tomar el aire. De modo que cené, recogí los platos y los fregué, me senté de nuevo en el sofá y puse la televisión. Al final del noticiero volví a sentirme cabreada, también conmigo misma por haberlas perdido de vista, por detenerme a limpiar un pollo quemado, por hacer una ensalada y pensar que quizá a través de esta chica, Victoria y yo podíamos volver a dirigirnos la palabra. En realidad, no sé por qué no habíamos hablado en todo este tiempo. Estábamos lejos, sí, pero también había sido una decisión conjunta. De pronto, pensé que quizá estaban en casa de la vecina. Así que salí y vi una nota que había en la puerta: Nos hemos marchado, Agustina. Volvemos.
¿Volver?, ¿a dónde?, ¿por qué con la vecina?
Marqué el teléfono de Victoria.
- Dime, Agustina, -contestó Victoria-.
- Por qué te has marchado sin decir nada, -le pregunté con suavidad para no enfadarla-.
- No lo sé, Agustina. –y su voz me resultó neutral y lejana-.
- Conocías a esa chica, -insistí-.
- Creo que me he marchado porque no puede abandonarse la ciudad de esa forma.
- Conocías a esa chica, -volví a preguntar-.
- Y bueno, lo mejor es volver.
Victoria colgó el teléfono y yo me sentí ambigua. En ese momento, no estaba enfadada ni tampoco triste. No sabría explicarlo, igual que ahora tampoco sé qué pasó realmente. Me acomodé en el sofá y el timbre de la puerta volvió a sonar. Me levanté y cuando abrí sólo encontré en el suelo una nota en blanco. Asomé la cabeza y no había nadie. Bajé y subí las escaleras pero sin hallar rastro. Incluso llamé a casa de la vecina. Angustiada insistí hasta que oí una voz al otro lado. Hola, dije. Pero ya nadie volvió a contestar. Hola, te he oído antes, grité molesta. En ese momento, una vecina muy mayor que no había visto nunca antes se paró junto a mí y me habló: No pierdas el tiempo, chica. La miré y sentí deseos de gritarle por entrometerse. Ella se dio cuenta y siguió su camino. Justo cuando subió el primer peldaño del nuevo cuerpo de escaleras y agarrada a la baranda, se volvió y me dijo: Ahí no vive nadie, chica; quiero decir que no vive nadie como nosotros, dicen que desde que murió la chica que vivía ahí no han vuelto a alquilar ese piso; ya veo que usted la oye, a mí también me pasa, pero como sabe, a todo se acostumbra el cuerpo; usted también se acostumbrará. Volví a llamar, esta vez golpeando la puerta con todas mis fuerzas. Me giré y la mujer mayor ya no estaba.

Es verdad que a todo se acostumbra una. Ni siquiera he vuelto a ver a la mujer mayor que aquella noche me habló y tampoco mis conocidos me han podido dar señas del paradero de Victoria. Llamó en una ocasión y les dijo que estaba bien y que no la molestaran. He pensado que quizá no volvió a la ciudad o que era un fantasma en tránsito y que ahora es un fantasma que acompaña a esa chica de extraño comportamiento que pude ver cuando se presentó en la casa. Quizá perdí el sentido de la realidad. La verdad es que no lo sé. Sin embargo, cada día tengo la sensación de que cuando camino hacia mi trabajo, ante mí encuentro la ciudad que dejé, pero todo el escenario parece una evocación y tras cada esquina vuelvo a ver cómo ante mí se levanta la catedral, cómo se erige un cerro coronado de adobe. Para volver a casa, cojo el autobús porque mis jornadas son agotadoras y por el cristal la evocación vuelve: el carril de la acera se convierte en un río que, de pronto desparece entre los edificios y siento que la ciudad sigue sin ser mía y que por eso la dejé. Entonces me aturdo y algo me inclina a bajarme. Pero siempre me bajo una parada antes de la que está cerca de mi casa. Cada vez estoy más acostumbrada a todo esto y lo único que hago es caminar sin sentir ya el estupor de los primeros meses. Cuando llego a casa me tumbo en el sofá y espero que llegue el sueño, aunque sé que volveré a evocar, de modo que ni durante la vigilia ni durante el sueño la ciudad me abandonará. Ojalá fuese un fantasma que vive en una pensión lejana de una ciudad lejana porque, la de ahora, parece mi ciudad.